Casi se ha convertido ya el estreno del gran Woody Allen en el pistoletazo de salida de cada curso cinematográfico, y sin faltar a su cita otoñal nos llega a las pantallas con una historia de las llamadas “serias” (sin faltar las clásicas gotas de humor ácido, evidentemente), reflexiva, oscura a ráfagas e inquietante cuando remueve los instintos primarios del ser humano. Poco más pueden pedir los fans del neoyorkino mito viviente.
Allen se mueve como pez en el agua situando al espectador frente a la agonía existencial de Abe Lucas (Joaquin Phoenix embarazado de ocho meses o al menos con barriga cervecera que lo simula), un profesor de filosofía autodestructivo de aire desaliñado y fama de conquistador. Dicho profesor llega contratado a una ciudad pequeña a dar clase en la universidad y no tarda mucho en entablar lazos peligrosamente estrechos con su mejor alumna (Emma Stone). A partir de ahí todo va alejándose de esa brisilla autobiográfica del director para ponerse muy pero que muy interesante. Algo ocurre que da sentido de repente a la vida del atormentado protagonista y hace reubicarse en la butaca al público, atrapándolo con el devenir de los acontecimientos hasta el clásico final de sencillas letras blancas sobre fondo negro marca de identidad de la casa.
Estamos ante una cinta redonda, rodada con intensidad, inteligente y con personajes y situaciones muy humanas que hacen pensar en lo que has visto aún después de haber salido del cine. Precisamente en los intérpretes principales y los personajes complejos que construyen reside la excelencia de este gran relato. Joaquin Phoenix, además de ser un actor de categoría superlativa, parece haber nacido para interpretar a este tipo consumido por su complejo pesimismo interior, y Emma Stone está sencillamente cautivadora en el papel de estudiante intelectualmente inquieta que se ve atraída por la personalidad sufridora de su profesor. Ambos hacen una pareja profesional que desprende química desde el mismo instante en el que se conocen ante nuestra mirada cargada de avidez.
La magistral manera de superar esta melancolía enfermiza del protagonista se antoja el único pero que se le puede poner a esta joya. Y es que Woody Allen siempre ha tenido fama de contar una y otra vez la misma historia de tal manera que te dé exactamente igual y que parezca que no es así, pero en esta ocasión se le ha ido de las manos; si poco a poco el guión va teniendo que ver con el de otra obra magistral rodada por el mismo realizador que no vamos a nombrar por respeto al lector que no haya visto la película, desde cierto punto es calcadita, convirtiendo este descarado elemento un trabajo inmenso y perfecto en un trabajo inmenso, perfecto y poco original, luego no del todo perfecto. Con todo, pasen, vean y disfruten cine de muchos quilates de este cineasta que en mayor o menor medida siempre tiene algo interesante que aportar.