Artículo. No podemos disimular nuestra tristeza, ante la muerte anunciada, -según parece- de esta significativa casa con mucha probabilidad construida al final del siglo XIX o principios del XX, y que representa la historia viva de nuestra ciudad y de su paisaje urbano durante el último siglo.
Cuando la imaginación se escapa y huye a los paisajes del pretérito, siempre -no sé si por azar o por alguna imagen que quedó varada en la bajamar de las nostalgia- queda algún recuerdo que de manera constante permanece en tu memoria así que pasen cien años y, éste podría ser el recuerdo de aquella casa de ventanales abiertos a la ensenada de la Bahía Sur de la ciudad, dónde, entonces, aún podía adivinarse las siete colinas que representa su nombre.
Y, los recuerdos se allegan nítidos como las bandadas de pájaros que surcan los cielos en el amanecer de los días claros de poniente en el Estrecho. Y, se avienen los recuerdos de aquellos domingos, cuando en la carrera al matinée dejábamos la Glorieta, y comenzaba aquella terrible cuesta del Recinto Sur. Y, apenas iniciada la ascensión, allí estaba la vetusta casa de las balconadas*, con sus tonos ocres y sus doce balcones -como los doce apóstoles- y uno central -como Cristo- abiertos de par en par a la mañana. Nunca podría adivinar que aquel muchacho que, algunas veces se asomaba a su balconada mirando la inmensidad azul del mar, años después llegaría a ser mi entrañable tertuliano de la tertulia del “Café del Puente”. Pero así son las cosas en este laberinto que son las casualidades, que sin saberse por qué, aquella mirada perdida en la lejanía del horizonte añil que se alargaba hasta cabo Negro de un muchacho asomado a su balcón, quiso el tiempo y el azar -en un salto de años- hacerme coincidir con él, en la tertulia que fundara don Antonio Mira, armador y Patrón Mayor de la Cofradía de Pescadores de Ceuta.
Y, aconteció, que alguien -no recuerdo ahora su nombre- de los muchos amigos que aún me quedan en nuestra capital, me mandó una imagen de esta antigua casa en el inicio de la calle Santander, que también -como hemos citado- da comienzo la carretera que subirá hasta el faro de la punta de santa Catalina y la ermita de San Antonio. Y, junto a la fotografía que hemos señalado, un mensaje de una cierta tristeza apuntando que tal vez esta casa ya tenía los días contados, porque otras como ellas, sin ninguna sensibilidad al paisaje urbano de nuestra ciudad, habían sido demolidas sin contemplación.
La noticia me dejó también entristecido, porque esa casa ocre de amplio ventanales, era toda una referencia no sólo para él, sino también para todos los niños de los años cincuenta, que subíamos por aquellas cuestas delante de su soleada casa, camino de nuestro entrañable Cinema África -hace años pasto de la piqueta y convertido en un destartalado solar que hace las veces de aparcamiento-, centro cultural de las mañanas de los domingos, donde toda la chiquillería de nuestra ciudad disfrutaba con las proyecciones de Charlot, la Mula Francis, Laurel and Hardy (el gordo y el flaco), Cantinflas; o, también con las películas de romanos, del oeste y aventuras, pongamos: La túnica sagrada, Ivanhoe, Fort Apache, Horizontes azules, Los vikingos, Miguel Strogoff …; y, la serie interminable de Tarzán y la mona Chita.
Las casas familiares, no son sólo casas con paredes, ventanas y techumbres; sino verdaderos pozos donde reside el alma de las cosas que amas, y se veneran como el origen primigenio del devenir de tu propia intrahistoria. A veces, sentimos el gozo de asomarnos al pretérito de nuestra infancia, y dejar que vuelvan sutiles y alegres las imágenes de aquella casa enjalbegada de cal blanca que, en llegando el verano, se encalaba con la cal viva bullendo en el perol, y las brochas redondas que se ataban a las alargaderas de cañas para llegar al último rincón de los altos techos del comedor y las alcobas. Esas casas de aquellos patios llenos de geranios y claveles rojos; de jazmines y celindo; de madreselvas y trompeteros; de rosas y azucenas aquí y allá, y cuidadas y arregladas de manera primorosa por nuestra madres; no eran sólo casas, sino trozos de nuestras propias almas, que quedaron para siempre grabados en nuestra propia identidad de saber quiénes somos y de dónde venimos. Y, esa casa de los trece balcones abierta al mar de la Bahía Sur, era más que una casa para sus vecinos; pues podíamos decir que era como una barca que navegara en el azul de los cielos a la mañana, y en los rojos y violetas en los crepúsculos, y cárdenos plateados de lunas y planetas a la llegada de la noche… Sí; esa casa de amplios balcones al mar, era como mi casa de patio, abierta de par en par a nuestros años de la niñez en la imperecedera Ceuta que tuvimos la fortuna de conocerla, y que ahora narramos para que no se pierda -en nuestra tristeza- su memoria.
No acierto a comprender el porqué de la falta de sensibilidad de aquellos que rigen el Consistorio (Ciudad Autónoma), para con nuestro paisaje urbano que ha ido conformándose con los siglos, como pudieran ser barrios y edificios de la ciudad antigua que han sido arrasados para no quedar nada, absolutamente nada. No; no acierto a comprender tanta ferocidad contra nuestro patrimonio cultural, que ha dejado a Ceuta huérfana de mostrar algún vestigio de aquella Ceuta de principios de siglo, salvo las Murallas Reales. Todo el centro histórico de nuestra urbe, en lo que se dio en llamar la “ciudad vieja” que creció entre el Puente Cristo y el Puente Almina, fue derruido hasta no dejar ningún vestigio de que allí un día existió una ciudad primigenia al resguardo de sus murallas. Por destruir hasta derruyeron la Casa Misericordia del siglo XVI, sucursal de la matriz de Lisboa, dedicada a los menesterosos, para posteriormente pasar a ser convento, asilo y escuela pública.
Al parecer, a esta antigua casa de 12 balcones más el central, no le espera mejor suerte que la piqueta, y dejar en el olvido el pretérito insoslayable de un tiempo atesorado en sus estancias y en su ventanales abiertos a la luminosidad de los primeros rayos en el alba, y al titileo de los astros en la profundidad de las mil y una noches cuando la luna -extraña y rozando el horizonte- apagaba su farol.
Desde estos párrafos abiertos a la esperanza, queremos dejar constancia de la inconveniencia y de la irresponsabilidad del derribo de esta casa al borde del mar mágico y esmeralda de las playas de Fuente Caballo y de la Peña. De tal manera que le solicitamos a los responsables de urbanismo del Ayuntamiento y los también dirigentes de los partidos políticos, que no permitan el derribo de este vetusto y bello edificio, con tanta significación en nuestros recuerdos y en la propia de nuestra capital; y, dirijan sus pasos y su vocación por servir al bien público, a que sea RESTAURADA, y pueda verse como una bandera de la sensibilidad por preservar nuestro patrimonio cultural y paisajístico.
Sólo a los cargos políticos del Ayuntamiento (Ciudad Autónoma), les cabe esta responsabilidad de qué esta antigua casa sea derribada, o por el contrario, restaurada; y sólo a ellos les corresponderá ser responsable de tamaña barbarie en caso de no atender a su restauración, y sea abandonada al trabajo destructor de la piqueta…
Y, podemos dar una llamada de atención -apenas un susurro entre tantas voces de modernidad y retóricos espejismos de urbanismo ficticio- a nuestros paisanos para que no permitan otro expolio más a nuestra historia y a nuestra memoria colectiva
Así, que terminaré este relato tal como lo empezamos: “Y, apenas iniciada la ascensión de la cuesta del Recinto Sur, allí estaba la vetusta casa de las balconadas…”. Que ahora se cuentan los días para ser derribada tras su construcción al principio del siglo pasado. Sus balconadas han oteado el mar azul y a veces plateado que alcanza hasta más allá de cabo Negro. Sin embargo, en nuestra ciudad, ha tiempo que decidieron por la “modernidad” -en mi opinión mal entendida-, y abogan por un desarrollo en vertical de acero y cemento que no deje ningún vestigio -salvo las “Murallas Reales” y lo que quede del Hacho- de aquella coqueta y bonita ciudad de mediados del siglo pasado.
Nada, por tanto, nos resta por intentar salvaguardar de la memoria a esta capital del norte de África -nuestra ciudad de las siete colinas-, salvo recoger nuestros últimos bártulos personales y dejar en la memoria todo aquel paisaje lleno de vivencias que en aquellos días de la niñez y la adolescencia nos tocó vivir.
Adiós, Ceuta, adiós, adiós a aquella ciudad novia del Estrecho acariciada por vientos predominantes de levantes y ponientes. Ahora han cambiado tu alma, la esencia que te hizo ser diferente a cualquier referencia por la sencillez de tu belleza. Ahora ya eres una ciudad “moderna y limpia” como dicen los paisanos… Sin embargo, algunos, no alcanzamos a comprender esa “modernidad”, y sólo deseamos recordarte, como pudiera recordarse a la mujer en su primera juventud, a saber: bella y sencilla en el reflejo que copiaban los cielos azules a la dársena añil del Muelle Comercio, donde las traíñas se mecían ingrávidas e indolentes a son de mar…
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(*)Esta casa de 13 balcones, ubicada al pie mismo dónde empieza la cuesta del Recinto Sur, seguramente debe de tener más de cien años, siendo su construcción bien al final del siglo XIX, o principios del siglo XX, y representa el típico edificio dónde los vecinos se relacionaban a través de su patio interior. Todo un símbolo para la recreación de la forma de convivencia de la Ceuta del siglo pasado, que en el continuo tejerse y destejerse de ciudadanía y paisaje urbano, nos parece necesario para sentirnos identificados con un determinado lugar y con un tiempo allende el Estrecho, que permanezcan algunas edificaciones para que puedan ser columbradas -a modo de regalo atemporal- por las nuevas generaciones que están por llegar, y por aquellos que en su curiosidad y deseo de cultura, se acerquen a Ceuta a conocer nuestra ciudad y nuestra historia…