El debate que enfrentó a Pablo Iglesias y Albert Rivera fue horrible.Sin paliativos. No hubo ese tono calmado y cercano del que presumían en oposición a la vieja política, de la cual tomaron el acento bronco y el desinterés por un diálogo productivo de verdad. No existió más objetivo que el de atacar constante e irasciblemente al rival afeando sus acciones y propuestas. Y ello se enredaba en una escalada aburrida, tortuosa y estéril sobre quién lo había hecho peor en esto o en lo otro. Lo de siempre. En cada momento en el que despuntaba con timidez una reflexión que, tal vez, pudiera llevar a considerar y discutir ciertas medidas e incluso contribuir a unir un poco más a ambos en lo principal, alguno de los dos asolaba la oportunidad lanzando su peculiar embate.
¿El contenido? Poca cosa nueva. Pablo Iglesias insistió en formar un Gobierno de coalición progresista entre las confluencias y el PSOE que difícilmente verá la luz. No la vio cuando Pedro Sánchez se presentó a su investidura y fue obstruido por la curiosa amalgama que lidera Iglesias, menos aún la verá ahora que los sondeos revelan el posible segundo puesto de Unidos Podemos, por encima de los socialistas y solo por detrás del Partido Popular. Como comprenderán, si Iglesias no aupó a Sánchez es casi imposible que se haga la realidad con los personajes invertidos.
Además, comentó Iglesias que el fracaso de la investidura se debió a la prohibición expresa de los barones del PSOE para pactar con “su” conjunto de formaciones, omitiendo su particular manera de proceder para lograr el acuerdo, cuyos prolegómenos se centraron en repartir las carteras del futuro Gobierno públicamente sin haber entablado aún conversación con los socialistas.
Aparte de la exaltación y las interrupciones que trabaron algunas de las partes más importantes del debate, me asombró la excesiva demagogia a la que recurrieron tanto el uno como el otro. Uno de los puntos más extraordinarios surgió cuando Pablo Iglesias achacó a Albert Rivera su actitud hipócrita al acudir a campos de refugiados sirios y haber pedido pocos meses antes bombardear el país asiático, como si Rivera hubiera estado a favor de intervenir Siria en detrimento de los civiles y no en contra del ISIS. Desde luego, las palabras de Pablo Iglesias no pudieron ser más desafortunadas, aunque fueran muy efectivas a nivel popular. Aquello me recordó al Iglesias de los inicios, el que conectó con una gran porción de este país a base de trucos dialécticos, de muchos de los cuales reniega hoy. Albert Rivera rebajó el nivel otro tanto al señalar lo demagogo de acudir a Grecia para abrazar a Tsipras cuando él había viajado al país heleno para ceñir a los niños que lo necesitaban. En menos de cinco segundos había completado la frivolidad que su compañero había iniciado sin rubor alguno.
Creo que se ha vuelto a perder una ocasión excelente para exhibir y reivindicar las supuestas diferencias entre los políticos de los que muchos españoles están hartos y la nueva sangre. Pero más allá de ello, pienso que se han desaprovechado unas circunstancias idóneas para plantear una seria autocrítica públicamente y acercar posturas poniendo en valor aquello en lo que coinciden, aquello que nuestro país necesita con urgencia. La política continúa siendo política, por ahora.