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El miedo

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Albert Camus sentenció: “No hay nada más despreciable que el respeto basado en el Miedo”. Este francés, nacido en Argelia, era novelista, ensayista, dramaturgo, periodista, pero sobre todo Ser Humano, con lo que todo ello implica, claro.

Camus murió, como todas las Grandes, mucho antes de tiempo, en un absurdo accidente de coche con el prestigioso editor Gallimard en un banal pero fatal aquaplaning que acabó con sus vidas.
El autor de La Peste evidenció lo evidente, algo que todas tendemos a obviar sistemáticamente: el Miedo es irracional y, por ello, fácilmente controlable y, justamente por esa condición de irracional, el Miedo resulta extremadamente manipulable. Sus consecuencias dan rienda suelta a impulsos que resultan contradictorios: rebeldía o sumisión.
¿Por qué? Pues porque como generalmente la violencia o la miseria (otra forma de violencia sutilmente planificada) son los dosificados argumentos empleados para imponer ese Miedo, la sumisión suele ser la reacción más común.
Cierto es también que si la dosis de terror se fuerza yendo más allá de lo asumible, algunas, no teniendo ya nada que perder, elegirán la vía de la insurrección pura y dura y que se verificó, por ejemplo, en la Resistencia francesa contra los Nazis. Es lo que se llama el síndrome de la llave dinamométrica; cuando no se usa corremos el riesgo de “pasarnos de rosca”, algo común en mecánicos aficionados.
Así que, poco importa en qué sectores o ámbitos de la vida se emplee. El Miedo es un medio que el Poder utiliza para afianzar las cadenas, todas sus cadenas. Ejemplos no faltan.
El Miedo fue pieza clave para la victoria de la UCD de Adolfo Suárez en las elecciones del 79 que el PSOE creía ganadas de antemano; fue el mismo Miedo el que condujo a los franceses a darle la espalda a un Mayo del 68 de color rojo y negro que iba camino de cambiar el rumbo de la Historia, y todo ello mediante un referéndum más que cocinado.
Felipe González, para sorpresa de la ciudadanía en general, lanzó desde la oposición aquello de “OTAN, de entrada no”. Posteriormente, ya desde Moncloa, utilizó también un discurso apocalíptico para ganar el referéndum que metería a España en la OTAN (sin Ceuta y Melilla, por cierto) invocando el retorno de los fantasmas del pasado si se perdía el plebiscito. Obviamente, arrasó.
Ese mismo Miedo es el que está permitiendo que el gobierno de derecha de los socialistas Hollande y Valls mantenga un cuasi estado de excepción en Francia que poco, o ningún resultado está dando, pero que permite controlarlo todo hasta el extremo. Pero todo sea por nuestra seguridad, ¿verdad?
Y sigue siendo ese Miedo el que provoca que todas acabemos mirándonos con desconfianza, y todo porque unos apóstoles de la matanza vestidos de negro (todo un insulto para ese color, dicho sea de paso) en nombre de vaya usted saber qué Dios reivindican los cadáveres de los inocentes como trofeos de guerra. Lamentablemente, nada nuevo bajo el cielo infinito del horror.
Sea de nuevo cuño, o de toda la vida, ese Miedo nos impide ver a la vecina como “una de las nuestras” y sí como una de las “otras”, fomentando rechazos y odios en lugar de solidaridades y fraternidades.
Además, es tanto el Miedo que todas tenemos a salir a la calle para condenar cualquier tipo de barbarie, que preferimos el fútbol del fin de semana, no vaya a ser que encima nos tachen de loqueseafobo.
Y es tan potente ese Miedo que somos capaces, todas y cada una de nosotras, de compartimentar las atrocidades sin pestañear, como si una vida valiese más que otra, como si un trozo de tierra fuese más importante que otros, llegando incluso a polemizar con acritud en torno a estos precisos temas, como si un hijo de puta lo fuese menos según la bandera que abraza. Penoso y lamentable, pero cierto.
Miedo es también lo que nos imponen con las nuevas condiciones de trabajo en las que más vale callarse si no se quiere terminar en Laponia contando focas.
Miedo fue lo que impidió condenar el asesinato de millones de judíos en Alemania, o desaparecidos en Argentina, Chile o Uruguay.
Si Albert Camus calificaba como despreciable ese Miedo, Naomi Klein en su Doctrina del schock afirma, negro sobre blanco, que el Miedo es la pieza clave para esta nueva esclavitud que estamos viviendo/sufriendo con absoluta resignación.
A estas alturas, quizás nos deberíamos preguntar con la mano bien prieta en el corazón, hasta qué punto no somos todas cómplices de la expansión de ese Miedo que terminará por exterminarnos. Poco importa ya que sea con coches bomba, ametrallamientos o leyes que nos retrotraen a épocas preindustriales, por pura incapacidad intelectual o por simple inacción.
En un pasaje de La Peste los habitantes de una ciudad de quejan de que les molesta el humo de los hornos crematorios donde se queman las ratas. Nunca se plantearon el origen del humo, sólo mostraban su hastío por la incomodidad del mal olor reinante. Camus relata que se limitaron a cambiar la orientación de las chimeneas y una vez todo “normalizado” nadie volvió a aludir a este asunto. Los hornos crematorios ya no existían.
El Miedo, sin duda, es lo que tiene: anestesia y paraliza. ¿Es que nadie lee libros de Historia? Por lo visto, no.
Pero si continúan teniéndole miedo al miedo, recuerden la frase de Albert Camus: “No esperen al Juicio final, tiene lugar todos los días”. Dicho queda.


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