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Lágrimas de Brasil

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Éxito. “Su gran mérito es haber dejado a España en el lugar que se merece. Haber demostrado también que tenemos una juventud que no se avergüenza de sus sentimientos religiosos”.

Todo lo que en estos últimos tiempos está ocurriendo en la vida española es como un tsunami de emociones, de inquietudes o de frustraciones  que están poniendo a prueba, una vez más, nuestra resistencia y fortaleza frente a nuestras endémicas debilidades que como pueblo hemos sufrido, en ocasiones trágicamente, como consecuencia de nuestras propias pasiones y contradicciones.
De aquí que lo que hemos podido sentir los españoles con el éxito de nuestros jóvenes deportistas en Brasil, ha sido como la sensación de habernos fortalecido con un complejo vitamínico para reponernos de estos tediosos meses de vorágine política, antítesis de los valores y virtudes de los que han hecho gala todos nuestros participantes en los Juegos Olímpicos que acaban de finalizar.
La preparación silenciosa y constante de todos y cada uno de los/las aspirantes a medallas, no exenta de sacrificios personales, familiares y económicos; la fe y confianza que les han inspirado sus preparadores y entrenadores; el compañerismo, su trabajo en equipo y el afán de competir han sido entre otros méritos, las virtudes y valores que han propiciado el nada despreciable logro de 17 medallas, de las que siete han sido de oro.
En siete ocasiones nos hemos conmovido junto a ellos, al escuchar  los compases del himno de España mientras se izaba nuestra bandera. Nos han dado además una buena lección de patriotismo, sin distinción de sus orígenes de procedencia:  catalanes, vascos, andaluces, cántabros o de otros pueblos. Se sentían orgullosos y vertían ríos de lágrimas por su país.
Su gran mérito es haber dejado a España en el lugar que se merece. Haber demostrado también que tenemos una juventud que no se avergüenza de sus sentimientos religiosos; que es solidaria con sus compañeros que no han alcanzado el triunfo; que hacen del espíritu de equipo una fuerza imbatible y  de su generosidad, perseverancia y humildad un don del que otros  tendrían que tomar buena nota, para ser aplicado en otros ámbitos de nuestra vida social o pública.
Es tanto el mérito individual y colectivo de nuestros olímpicos, que es imposible referirse a cada uno de ellos para cantar sus gestas, pero sí quisiera personalizar en dos de ellos, hombre y mujer, el conjunto de cualidades que han adornado a cada uno de nuestros deportistas en esta magna competición mundial.
Rafa Nadal es ya una leyenda. Es la encarnación viva de Aquiles, héroe imaginario del magistral Homero. Su enorme capacidad física, desesperante para sus adversarios, junto al control mental de sus movimientos y emociones le convierten en un mito admirado y cantado al más puro estilo helenístico.
Ha sido un digno abanderado que ha conseguido inmortalizar sus dilatadas actuaciones deportivas y que ha representado junto a sus compañeros de  gloria olímpica como Marc López, Marcus Walz,  Joel González, Saúl Craviotto o el vallista Orlando Ortega, la potencia y la inteligencia de unos jóvenes que no ponen límite a su ambición.
Mireia Belmonte, es la imagen más  auténtica de nuestra mujer del siglo XXI. Una brillante nadadora que reúne en sus brazos y piernas el empuje de una luchadora infatigable, constante, competidora y adornada además de una serena belleza que transmite a través de su sonrisa vencedora. Ella junto a Maialen Chourraut,  Carolina Marín, Ruth Beitia, Eva Calvo o Lydia Valentín son el ejemplo de que la mujer es tan capaz o competitiva como el hombre sin necesidad de etiquetas.
Sería injusto olvidarme  de nuestros equipos de baloncesto femenino y masculino o de gimnasia rítmica. No rendirse, ambicionar la victoria y conjuntarse sin fisuras, superando las dificultades es la clave del éxito que han cosechado. Los Juegos Olímpicos de Brasil nos han descubierto lo mejor del ser humano en un momento donde el mundo se siente convulsionado por la insensatez, la irracionalidad o la violencia.
Las emotivas lágrimas vertidas por nuestros deportistas en Brasil resumen el sentido de las palabras que el Papa Francisco dirigió al Comité Olímpico Nacional Italiano con ocasión de su centenario: “El lema Olímpico “Citius, altius, fortius” no es una incitación a la supremacía de una nación sobre otra, de un pueblo sobre otro, tampoco la exclusión de los más débiles y de los menos tutelados, sino que representa el desafío al que todos estamos llamados, no solo los atletas para asumir las fatigas, el sacrificio, para alcanzar las metas importantes de la vida, aceptando los propios límites sin dejarnos paralizar por ellos sino tratando de superarse y superarlos”.


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