El extravagante cierre de la legislatura en las navidades del 2015, quizá pudiera hacer oportuno un balance sobre los contenciosos de la diplomacia española y todavía más porque este año ha sido el cuarenta aniversario de la congelación de la reivindicación marroquí en Naciones Unidas sobre Ceuta y Melilla, e igualmente el cuarenta de la Marcha Verde, así como el doscientos de Olivenza en el Congreso de Viena.
La atipicidad internacional de España viene dada por la subsistencia del problema colonial, connotación que si bien comparte con otros cinco estados, hace del país prácticamente el único donde la obligada resolución del expediente se presenta todavía, ya avanzando el tercer milenio, de forma incompleta e insatisfactoria. Podría sorprender que una nación que figura entre las fundadoras del derecho internacional por varios conceptos, comenzando por la incorporación del humanismo al derecho de gentes, no haya logrado no ya resolver, sino ni siquiera desbloquear, su complicado historial de diferendos.
La explicación parece simple y sobrepasa el marco jurídico para inscribirse abiertamente en el ámbito parapolítico, puesto que en las tres principales controversias inciden diversas servidumbres de la política exterior amén naturalmente de algunas de las imperfecciones del ordenamiento jurídico internacional, todo ello nucleado por un factor geostratégico que faculta para lecturas del siguiente tenor: ¨ningún estado permitirá que un mismo país detente las dos orillas del Estrecho¨, en la apreciación alauita, que constituye el punto central de su doctrina táctica, completada con el corolario ¨cuando Gibraltar sea español, Ceuta y Melilla volverán a Marruecos¨. Asimismo, tras el dato de coincidencia geográfica de los dos principales contenciosos en un área hipersensible, también se presenta automática la conexión rabatí con el tercero: ¨la reivindicación de las ciudades españolas depende en buena medida de la resolución del asunto Sáhara¨, que al mediatizarlo prácticamente, introduce un elemento añadido de alta complicación para la delicada ingeniería diplomática de la zona.
Por encima de las incorrecciones de diversa índole que llenan todos nuestros libros y las referencias a ellos y que no volveremos a escribir, varios datos parecen incontrovertibles. En Gibraltar podría seguir considerándose válida mi tesis de nulas perspectivas españolas en el corto plazo, con la cosoberanía desaparecida en el horizonte contemplable. Ahora bien, hay que entender que nos referimos a perspectivas autónomas, porque ciertamente la reglamentación sobre legislación fiscal de la Unión Europea, va poniendo coto, lenta pero inexorablemente, a ciertas prácticas no demasiado ortodoxas del centro financiero. Y ello llevaría a otro punto clave, la prevista celebración, antes de que finalice 2017, del referendum de permanencia del Reino Unido en la Unión Europea, que de resultar rupturista, no habrá necesidad de explicitar sus efectos sobre la colonia, leaving them in the lurch, donde España podría aplicar sin excesivas ataduras las medidas coercitivas del tratado de Utrecht, empezando por el cuasi determinante control de la frontera, honrando así la memoria de Gondomar, ¨a Ynglaterra metralla que pueda descalabrarles ¨ (y eso que todavía la inverecunda Albión, en otra de sus heterodoxas maniobras, no había tomado el Peñón).
Si bien existe una hipostenia creciente de la posición y del animus españoles en Ceuta y Melilla, no es menos cierto, como se termina de decir, que la imprescriptible reivindicación de las ciudades está en imprecisable pero alto grado, vinculada por el asunto Sáhara, por su resolución, tanto en un sentido como en otro. Y el tema va para largo, como se insiste después. Sin novedad en el frente, pues.
Siempre que hablo del Sáhara, acostumbro a recordar que fui el primer y único diplomático allí desplazado y que pude censar a los 335 compatriotas que habían quedado tras la salida de España, siendo felicitado y condecorado también por tan relevante misión, una de las mayores de protección de españoles del siglo XX. Y lo hago ahora, no sólo por el honor, a la espera asimismo de que se reconozca una operación no exenta de riesgos – por ¨el valeroso Ballesteros¨ preguntaban desde Santa Cruz al recordado embajador en Rabat, de la Serna-‐ sino porque a efectos de balances diplomáticos, lamentablemente hay poco que decir, con varias decenas de países reconociendo a la RASD, pero muy lejos de los votos requeridos en la ONU y más todavía con Francia y Estados Unidos con su eventual derecho de veto, más la inoperancia de España, aún más recusable por tratarse de su indeclinable responsabilidad histórica.
En Perejil, además de insistir en su falta de entidad fuera de la globalidad del contencioso, a pesar del lamentable episodio del 2002, yo mantengo que debiéramos de ejercer la soberanía porque aunque ambos países tienen títulos al respecto, parece que existiría un mejor derecho de España. Y desde luego, por la firmeza en los principios -tesis de Fernando Morán, reiterada invariablemente por mí-‐ que sigue siendo la más firme defensa de los territorios al norte de Marruecos, evitando el riesgo, a esos efectos, de disociar a Ceuta de Melilla y a las ciudades de islas y peñones.
Sobre las islas Salvajes, se impone reconocer el valor de las situaciones de hecho en derecho internacional, aunque el tema no está cerrado y estamos a tiempo de corregir parcialmente – el diferendo se centra no tanto en la soberanía sobre las islas donde el gobierno español, como resultado de las negociaciones para la integración total en la estructura militar de la OTAN, en 1997, terminó reconociendo los derechos en superficie de Portugal sobre el archipiélago, sino sobre la zona circundante-‐ nuestra poco afortunada acción diplomática frente a los aquí incisivos y más ágiles lusitanos.
Y el caso de Olivenza, quizá encuadrable en la prevalencia metajurídica del diferendo, siempre potencial ejemplo de las relaciones de buena vecindad, casi feliz en la atingencia a su cordial statu quo: las muchachas de Olivenza no son como las demás, porque son hijas de España y nietas de Portugal. De todas formas, si se entendiera adecuado buscar una solución definitiva, quizá pudiera venir por la vía del referendum que, según están las cosas, parece que arrojaría color español.