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Transmisiones

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No se transmite el Alzheimer cara a cara, sí la estupidez o el miedo a que te rajen la garganta. No son dioses los que pasean las calles, son euros que se debaten en Ayuntamientos con la puerta cerrada. Es política fina, andada en chancletas, porque nos gustan mucho las sandalias que para eso Jesucristo las calzaba con marca low cost de los romanos.

Las fronteras se cierran y se abren como si fueran fases de un vídeo juego, sin Mario ni Luis, sino sirios descarriados, con móviles de prepago y sueños rotos o amanerados.                                                                                
Proteínas que pueden transmitirse y dejarte olvidado, postrado y lastrado sin ser nada ni recordar, como los que niegan la memora ihistórica.                                                                               
Ya nadie habla de tumbas cerradas, abandonadas en cunetas. Ya no se habla de los africanos apostados en la valla, esperando una fuga. No es noticia los desahucios, ni la violencia machista, porque quedaron olvidados, sin necesitar el traspaso de la proteína. Se ha descubierto el primer contagio de alzheimer y vibra la lira, que el pequeño Nicolás quiere asaltar la política y Mario cumple 30 años descerebrando a nuestros hijos.                                                                                                                                              
La vida se comprime y se expande, se ahueca como las alas de un pájaro y luego se posa lejos mirándola en perspectiva. Quién pueda, porque los infectados, como los caminantes, lo olvidaremos todo y nos veremos encanutados a la sanidad que nos llegue.                                                                                                                                        
Se nos transmite la rabia de ser tan tontos, la furia de ser tan lerdos y creérnoslo todo, zelotes de una sola sandalia, la que nos lleva por estropicios mañaneros, que, como este, no irá a ningún buen cauce.                                                                                     Asurancetúrix nos toca la lira a pesar nuestro y cree encima que nos hace un favor, como algunos que nos regalan su verborrea rancia, sus malos modos y esa cara de boniato que tenemos que aguantar cada mañana.                                                                       El homo naledi es noticia de portada porque enterraba a sus muertos, admirándonos de que no se acordara de los de tantos otros de sus congéneres, como hacemos nosotros , a quienes el hastío de vida nos tiene condenados a la mala baba.                                                      
Ahora vienen de Canadá y nos dan bofetadas científicas diciendo que nos guiamos desde hace miles de años por la ley del mínimo esfuerzo. No se me agiten no hablo de gente que nini, sino de físicos firmes a pie de una cinta mecánica. Han demostrado que no quemamos por no quemar, que solo nos quemamos por dentro, para no derrochar energía, que en la antigüedad tendría su aquel , por lo de  las hambres , las pestes y las plagas, pero que ahora, bendita Europa de las fronteras policiales, solo se nos acongoja en el gimnasio de la esquina.
A los sirios no, porque a esos los persiguen las siete plagas que es verte fuera de lo tuyo sin tener certeza más que de un nuevo día, una nueva fecha y un nuevo destino, enarbolado en la bandera de tus afines.                                                                                     La transmisión del alzheimer no nos cogerá por sorpresa, que ya la tenemos machacada en el código genético de olvidar, de no quemar grasas, de coger todo lo que podamos y de rajar gargantas segadas por no pensar igual que nosotros.    Somos los más civilizados porque vemos las masacres desde lejos, no nos atufa su estercolero, no saboreamos la sal de las lagrimas, somo visionarios de plasmas pagados con tarjeta de crédito, consumidores de grasas polisaturadas que la ley del mínimo esfuerzo nos condena en cinturas y barrigas.                                                                                    
No se transmite la estupidez cara a cara, sino por contagio interno, por panfletadas, por desinformación, por incultura y por miedo, sobre todo por miedo.                                       
Que te rajen la garganta ha pasado a ser pesadilla de burgués aferrado a unas fronteras, parapetado tras una nevera que inunda el mundo de luz, cada vez que se abre su puerta. Mientras las pestes cabalgan, las diásporas se vencen y las placas lacran, no hay transmisión palpables, es solo un fotograma.


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