Leo que el Gobierno duda sobre si cambiar los bancos de la Marina o ponerles solo un respaldo. Duda el Gobierno sobre cómo solucionar la ‘idea-mojón’ de colocar ‘bancos-mojón’ en la rehabilitación, siempre polémica como todo, de La Marina. A nadie en el Gobierno se le ocurrió que los ancianos y no tan ancianos quieren sentarse y recostarse. Algo normal cuando esos bancos están hechos no para ser objeto de decoración (que ni por esas cuelan de lo feos que son) sino para servir, para ser útiles... vamos, lo que se presupone también de la clase política, que nos sea útil de vez en cuando.
Ahora, después de anunciar que metieron la pata y que algo iban a hacer para resolver el entuerto, nos cuentan que siguen pensando en la fórmula. Así que a una le da por pensar que ni siquiera el Gobierno sabe qué hacer con los bancos porque éstos no dan votos y a los cuatro abueletes más protestones quizá se les pase el mosqueo de tanto esperar.
Fíjense que para otros asuntos se dan la prisa esperada, pero para otros... parece como que el asunto no fuera con ellos. Lo de la Marina me recuerda a lo de las conchas de la plaza de los Reyes, aquellas que nacieron como setas en una plaza que se había convertido en el rincón de estar para los ceutíes. Esas conchas terminaron siendo odiadas por padres que se llevaron a sus niños con menos dientes a casa y por niños que ya no veían la manera de jugar a la pelota en una plaza que está para eso, para jugar y disfrutarla. Así que, poco a poco, fueron retirándose del lugar y pasaron de dominar el entorno a solo asomar por él de forma tímida.
Son los resultados de actuar a lo loco, sin pensar en la utilidad, en la eficiencia de un proyecto. ¿No están ahora pensando en cómo dar vida a la plaza Nelson Mandela? Antes ni se podía hablar de ella, era el proyecto estrella, la obra de Siza que sacó el mayor de los sentidos paletos en buena parte de la población, aquella que sacó sus cuatro joyas de la caja fuerte para asistir a una inauguración que parecía de hoja parroquiana más que del Hola.com. Pero bueno, algunos lo disfrutaron tanto que incluso se compraron el traje de cola. Ya ven. Ahora hay que darle vida a la joya de don Álvaro, el portugués que sedujo a don Juan, que bien pronto que puso a empeñar el dinero de todos. No iba a ser menos.