T odos aquellos que me conocen saben de mi pasión por la lectura. Desde la infancia me he caracterizado por ser un impenitente lector. Ha habido épocas en mi vida en las que la pasión irrefrenable por leer me hacia devorar todo aquello que caía en mis manos. Recuerdo mi identificación con la famosa frase de Víctor Hugo en las que el literato galo describía cómo para él, aprender a leer significaba encender un fuego en el que cada silaba que se deletreaba era una chispa que encendía emociones profundas.
Me siento retratado en dicha descripción y a su vez la traslado al hecho de que la lectura sacia la curiosidad que el ser humano siente por trascender su propia realidad y ser capaz de asomarse a nuevos conocimientos, tierras, sueños, reflexiones… a la vida en definitiva que nunca se agota en nuestro diario quehacer sino que se desarrolla ignotamente en tantas otras realidades paralelas pasadas, presentes y también, a través del conocimiento, futuras.
La lectura es tanto un placer como un desafío lingüístico, cognitivo y estético. Y un hecho privado, a la vez que una experiencia a compartir. En estos tiempos que corren, en los que estamos asfixiados por las crisis económicas y también de valores, y en los que las sociedades parecen proclives a engendrar lideres estrambóticos y solitarios, la lectura significa un antídoto contra la soberbia, la idiocia y el aislamiento intelectual. Hubo épocas en mi vida en que ese convencimiento hacía que leyera contra el tiempo, casi como si hubiera caído en la convicción de que nunca sería capaz de aprehender todo lo que se escondía en cada uno de los tomos que, conocidos o no, parecían formar parte del acervo intelectual común.
En estos últimos años de frenética actividad profesional, de viajes y de reuniones, de decisiones y responsabilidades fuera de horario alguno, inevitablemente la frecuencia lectora decayó sin que nunca llegara a apagarse sino que simplemente era consciente de la necesidad de atemperar el ritmo. Consideré una buena idea entonces la asistencia a centros culturales públicos en los que se desarrollan con cierta asiduidad jornadas de lectura. Estas consisten en la lectura de partes de ciertos libros previamente seleccionados o bien en el comentario y el debate abierto sobre una (o varias ) obras de un autor determinado. El pasado 9 de julio participé en una de ellas. Se conmemoraba un libro de John Kennedy Toole que fue galardonado en los años ochenta del siglo pasado con el Premio Pullitzer y que en su momento significó para mi un hito personal, La Conjura de los Necios. Esta novela narra la azarosa vida de un supuesto escritor aficionado, Ignatius J. Reilly, que aspira a cambiar el mundo a través de sus escritos los cuales pretende ver convertidos algún día en su obra maestra. Su trayectoria, escrita de forma irónica y a veces descarnada, se eleva para convertirse en un trasfondo de lo despiadado que existe en cada ser humano, describiendo su realidad cruel y sus miserias de una forma realista y áspera. En el fondo es una crítica dura a la sociedad en la que vivimos, egoísta y cruel y en la que la humanidad, los valores y los principios parecen a veces y para algunos, meras formalidades declamadas sin convicción y sin ninguna intención de ser llevadas a la practica si entran en colisión, aunque ésta sea mínima, con los intereses personales.
El debate se prolongó durante horas entre todos los que asistimos y que coincidíamos en calificar la obra como una creación irrepetible. La recomiendo vivamente. Todas las personas de bien somos un poco Ignatius J. Reilly, el ingenuo protagonista, y trascurrimos la vida en un mundo ciertamente hostil en el que las inteligencias malévolas nos acechan como acecharon a personajes quijotescos como Ignatius.
En realidad, aunque no muchos lo sepan, el autor dio nombre a su novela a partir de una frase de Jonathan Swift, el famoso irlandés creador de Los Viajes de Gulliver: “Cuando un verdadero genio aparece en el mundo, lo reconoceréis porque todos los necios se conjuran contra él”…