Myriam se encontró hace unos días a un palestino que toma café en la cafetería a la que ella va. Le decía: “El odio no trae más que odio. Nosotros queremos vivir en paz, que entren a nuestras tiendas y compren de todo, y nuestros hijos estudien y estén sanos”. También en el hospital donde hace sus revisiones, unas mujeres palestinas le decían lo mismo.
En la calle todos desean una sola cosa: el llevarse bien unos con otros. Porque últimamente, la violencia es un hecho. “Ojalá el entendimiento pudiese llegar algún día a la zona”, deseaban ambos, mientras degustaban su cafetito….
Jesús cumple su Palabra. Por los caminos que van a Corazaín, se encuentra Él en esos días predicando y sanando. La gente sencilla y pobre le sigue esperanzada y conmovida, pues nunca habían sido visitados por un Profeta tan grande: el Mesías, el Señor.
Hay un leproso que se encuentra ya en las últimas, su cuerpo está tan corroído por la enfermedad, que parece una momia andando a duras penas. Sus manos torcidas, deformadas, le dan aspecto de monstruo. La cabeza es la de una calavera, sin apenas músculos. Es como si la muerte se hubiera levantado de la tumba. Cerca de la cueva hay un bosque donde él se esconde a esperar a que su amigo le traiga algo de comida. De un riachuelo cercano toma agua con una jarra vieja, para beber y lavarse. Coge raíces, a fin de mitigar tanta hambre como tiene. Es Abel, porque alguien grita su nombre, llamándolo. “¡Aquí estoy!” Y esboza una mueca en su cara, parecida a una sonrisa. Camina hasta donde la Ley le permite y se detiene esperando a que llegue el amigo, que corre, y que esta vez le trae una buena comida y una buena noticia. Es el que curó Jesús de la espalda: Samuel. Dice: “El Rabí que me curó a mí, puede curarte a ti, si tienes fe. Él lo puede todo, es santo. Es el Mesías y está en el pueblo cercano”. El leproso quiere curarse. Llora. “Ve a por Él”, dice a Samuel, el que había sido contrahecho. Y el leproso Abel camina resbalándose, hacia el bosquecillo, para esconderse de los que pasen por allí.
Enseguida llega Jesús con Samuel, que Le explica cómo conoció al de las cavernas, cuando él vivía de las limosnas, recorriendo los caminos. Vio al leproso, se compadeció de él y le entregó la mitad de la comida que llevaba en la alforja. “Eres bueno, Samuel. Y quien ama, todo lo puede de Dios”. Jesús apoya la espalda en un alto nogal y aguarda a Abel.”¡Maestro, Mesías, Santo! ¡Ten piedad de mí!” Arrodillado a los pies de Jesús, dice: “¡Oh, Señor mío! Si quieres, puedes limpiarme”. Las lágrimas recorren lo poco que queda de su cara. Jesús lo mira compasivo y misericordioso. Alarga Su hermosa mano derecha y acaricia al pobrecillo. “¡No me toques! ¡Ten piedad de mí!” Y se echa para atrás. “¡Quiero que sanes! ¡Sé limpio!” Jesús deja puesta Su mano sobre la cabeza del enfermo durante un rato, y luego Le dice: “¡Levántate! Ve al sacerdote, cumple con lo que la Ley prescribe. No peques más. Sé bueno. Yo te bendigo”. El hombre está completamente curado. Se hace de noche. Jesús se marcha ya, pero ellos no quieren separase del Maestro. “Haz cuanto requiere la Ley. Nos veremos otra vez. Que Mi bendición sea sobre ti”, insiste Jesús. Ellos van a dormir a la cueva y el Maestro toma otro camino hacia las riberas de Genesaret… Allí en el Lago están ahora en la barca Pedro y Andrés. Cerca de ellos, la otra barca de Juan y Santiago. Los capataces reparan las redes. Está el padre de los Zebedeo, que habla con sus hijos y se lamenta de la infructuosa pesca. No pueden dar nada, porque nada han recogido. Andrés cree que Jesús no quiere estar más con ellos y Pedro se entristece. “¡Estoy aquí! Vine caminando casi sin tocar la arena. Ellos lo ven y estallan de alegría. Se unen los cuatro, besan el vestido de Jesús y Juan Le pasa el brazo por la faja, inclina su cabeza sobre el pecho de Jesús, y el Maestro Le besa sus cabellos.. Jesús pregunta qué ha sucedido en Su ausencia. Pedro le cuenta que ha venido gente enferma y les ha habilitado un refugio para el descanso. Incluso a un paralítico. Son pobres. Si fueran ricos, habrían venido en carretas, pero ellos lo han hecho andando. Y ni siquiera tienen para darles de comer. Pero el Señor lo reconforta:”Tu amor hacia el prójimo queda vivo, activo y santo a los ojos de Dios”.
Van caminando hasta la casa de Pedro. Mientras, los niños que juegan por las calles, han reconocido al Maestro. Van corriendo hacia Él, lo abrazan con alegría. Jesús les corresponde sin pararse. Toda Cafarnaúm sabe ya que Jesús está en la ciudad. Avisan a las mamás y a los viejos sentados al sol. Y los niños piden a Jesús que les hable a ellos, que son inocentes y puros. “Sí, halaré para vosotros”. Y da la paz al entrar en la casa:”La paz sea en esta casa”. Hay una salita con aperos e pesca: redes, cuerdas, cestos, remos, velas y otros utensilios. A continuación, una sala grande, que Pedro la ha despejado de trastos, para que se sitúen todos los que quieren oír a Jesús. Se abren paso con vestidos lujosos y gestos retorcidos cinco fariseos y sacerdotes. Los niños están allí dispuestos y silenciosos. Expectantes. Jesús les acaricia sus cabecitas de pelo encrespado. Y habla: “Mi amado ha bajado a Su jardín…a pastorear Su ganado en los huertos, y a recoger los lirios…El que se apacienta entre lirios”, dice Salomón, hijo de David, de quien vengo Yo, Mesías de Israel. Mi jardín, hermoso y digno de Dios, es el Cielo. Las flores son ángeles que el Padre creó, Soy el Unigénito del Padre. Para redimir al hombre Me tenía que hacer como él.
Este jardín, la tierra, podría haber sido un Paraíso terrestre. Y el hombre, esparcido por todo el Paraíso. Hijos de Adán, hijos de Dios, para vivir en santidad. Pero el enemigo sembró cizaña, y ya no tenéis un jardín, sino una selva horrible, donde habita la fiebre y anida la serpiente, y el Jardín del Padre Amado, donde os esperaba el amor y la pureza, es habitado por la soberbia y la concupiscencia”. Jesús mira a los niños y Les sonríe. “Estos son Mis lirios”, dice a todos. Salomón vestía hermosos trajes, pero inferiores al lirio del valle, en color y preciosismo. Todos los hombres ricos de Israel valen menos para Mí, que estos niñitos puros e inocentes. “¡Escuchad! Quiero que seáis como los niños. Todo el que tiene un pequeñín en casa, encontrará reposo y consuelo con ellos. Son almas puras y serenas, que nos dan fuerzas para seguir viviendo. Aunque son débiles aún, tienen el poder, la fuerza y la sabiduría de Dios. Sed como ellos, que están llenos de amor, son sinceros y cándidos. El más sabio de Israel no es más grande que los pequeños israelitas, flores de Mi Jardín. Benditos del Padre y Amados del Hijo de Dios”.
Jesús no habla más. Entonces grita Pedro que Le esperan los enfermos, pero hay un paralítico que ni camina, ni puede pasar entre la gente. “¡Bajadlo por el techo!”. Hacen una abertura arriba, usan unas cuerdas y bajan la camilla. El enfermo está delante de Jesús. “Has tenido mucha fe”.- “¡Oh, Señor! ¿Cómo no tener fe en Ti?”. - “Yo te digo: tus pecados te son perdonados”. El hombre mira a Jesús y llora, tal vez, algo desilusionado, pues su cuerpo sigue igual. Como siempre, los fariseos y doctores murmuran incrédulos. “¿Por qué murmuráis? Para vosotros es más fácil que Yo diga “tus pecados te son perdonados”, a que diga “¡Levántate!, coge tu camilla y anda”. Este hombre ha gastado todo su dinero para poder recobrar la salud, que no la puede tener si no se la da Dios.
Para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene poder sobre la carne y sobre el alma, en la tierra y en el Cielo, Yo digo a éste “toma tu camilla y anda. Vete a tu casa y sé santo”. El hombre se estremece, grita, se pone a los pies de Jesús, los besa, los acaricia, llora y ríe. Sus familiares hacen igual. Los cinco fariseos se marchan enfadados. Una madre se acerca con su bebé, que es un esqueleto, y quiere mamar, pero ya no tiene fuerzas. Se muere. Le suplica al Maestro entre sollozos, que lo salve. El niño está ya amoratado. Jesús lo toma en Sus brazos, pone Su boca en cada párpado, como si le insuflara el aliento. Al retirarse un poco de la pequeña carita, ya ha tomado color sonrosado y sonríe con ojos vivaces, levanta las manitas, lo mira todo y juguetea con la rubia barba de Jesús, que también Le sonríe. La madre no puede ni hablar de la emoción. “Toma mujer, que el niño tiene hambre”. Enseguida el pequeñín empieza a mamar. Jesús bendice mientras sale al exterior, pero se encuentra a un enfermo con fiebre. Él lo acaricia y lo sana. Los que estaban fuera, les piden también que les hable, pues no oyeron por estar alejados. Jesús les indica que vayan hacia la ribera del lago, allí hablará. Sube a la barca de Pedro, Le dice que reme un poco hacia adentro, y se dispone a hablar. Enseguida les explica una parábola con elementos de la Naturaleza, que a ellos les son familiares. “Llega la primavera y el campesino está contento, porque sabe que tendrá buena cosecha. Sin embargo, han tenido que pasar muchos días de sol, vientos, lluvias y tempestades, desde el otoño hasta ahora. Quizás han ocurrido guerras o persecuciones de los que gobiernan, y las plantas se secan y mueren por circunstancias diversas. Ahora vosotros estáis aquí, Me amáis y queréis ser buenos. Vosotros sois el Israel que renace en primavera. Pero vendrá Satanás y os arrasará, porque tiene envidia del Mesías. Tendréis muchos enemigos, que harán estéril los nuevos brotes tiernos, y no podréis disfrutar de los frutos que Dios os trae. Llegará un tiempo en que Yo no estaré y la semilla que deposité en cada uno, tened cuidado que crezca y madure. Mirad la higuera del huerto de Simón. No se plantó bien. Ella misma se dobló para resistir. Creció fuerte y vigorosa. En cada amanecer disfruta del sol. Luego da hermosos y dulces frutos. Y la higuera es una planta, ¡que no habla, no tiene alma! Vosotros sois más que una higuera. Yo os cultivo para que deis frutos de Vida Eterna. No permitáis que Satanás arruine Mi trabajo, Mi sacrificio, y vuestra alma. Buscad la Luz, buscad el Sol. Os llamo y os recuerdo los Diez Mandamientos de la Ley, para la Vida Eterna. ¡Amad a Dios y al prójimo!, y tendréis la Paz verdadera”…La gente está absorta. Jesús los bendice. No hay enfermos, ni pobres. El Maestro dice a Pedro que avise a Santiago y Juan, que van a echar la red en el lago.
Pedro está cansado, le duelen los brazos de la noche anterior. Piensa que no van a salir los peces a esta hora. Jesús está en la proa, silencioso y sonriente. Pide que hagan un arco sobre el lago y echen la red. Enseguida la barca se mueve de forma extraña. “¡Son peces, Maestro!”, dice Pedro alborozado. Quiere que los ayudantes tiren de la red y pide a los Zebedeo que se acerquen remando, para no perder la pesca. ¡Diez cestos llenos de peces vivos! Como había más peces, tuvieron que dejarlos en el suelo de las barcas, que casi se hunden. “¡Cuidado con el fondo! ¡Las velas! ¡A tierra, que es mucho peso!, grita Pedro.
Cuando llegan a tierra, Pedro comprende y se llena de pavor. “¡Maestro! ¡Señor! ¡Apártate de Mí, que soy un pobre pecador!”. Se arrodilla ante Jesús. “¡Levántate y sígueme! A partir de ahora serás pescador de hombres, junto con tus compañeros. ¡No tengáis miedo! ¡Venid conmigo!” Y ellos, tan contentos, dejan las barcas a los capataces para que lleven la pesca a Zebedeo. “¡Señor! ¡Bendito sea el Eterno que nos elige sin mérito!”, dice Pedro.