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El miedo

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La guerra es la continuación de la política a través de la violencia en su grado extremo. Aceptando esta definición, es consecuente convenir que el terrorismo es una eficaz modalidad de guerra. Quiere ello decir que todo acto terrorista tiene una motivación política que lo explica.

Esta es una cuestión fundamental que no se debe nunca perder de vista. El insoportable desgarro emocional que provocan los atentados terroristas suele impedir el análisis sereno y racional de los hechos para centrarse en la denigración de sus autores de la manera más contundente posible. De este modo se termina coincidiendo en que son “monstruos fanáticos que es preciso exterminar al precio que sea”. Este razonamiento a modo de obviedad, plano y sin recorrido intelectual  alguno, termina por reforzar el valor de los atentados. Puede servir como desahogo, lo que es humanamente comprensible; pero políticamente es irrelevante.  Los terroristas son individuos que están en guerra. No están locos. Son personas inteligentes que tienen un objetivo político bien definido. Por ello, cuanto más daño inflijan al “enemigo” mayor es su éxito. Cuanto más convulsionen el cuerpo social al que golpean, más eficaces son sus acciones. La desesperación de las víctimas es su mejor estímulo (baste como ilustración el famoso brindis con champán de los etarras en  prisión celebrando los atentados).
Con ello quiero decir que no es suficiente con la (necesaria) condena pública al máximo nivel, las apelaciones (obligadas) a la unidad y los exhortos (consecuentes) a la justicia. A todas estas acciones, ya rutinarias, es preciso añadir una estrategia inteligente para combatir el terrorismo,  más allá de las decisiones estrictamente militares (no olvidemos que se trata de una guerra). Una estrategia que no se puede concernir exclusivamente a la élite política o social, sino que debe implicar a toda la sociedad. La mejor manera de combatir el terrorismo es anular sus efectos.
¿Por qué hemos dicho al principio que el terrorismo es eficaz? Porque se alimenta del sentimiento humano más poderoso. El miedo. El miedo resquebraja por completo los cimientos de la convivencia. Ofusca. Atiza el egoísmo. Pulveriza la solidaridad. Las personas secuestradas por el miedo pierden su condición humana y devienen en animales guiados exclusivamente por instintos. Esa es la finalidad del terrorismo. Deshacer al enemigo en su esencia moral hasta lograr que claudique y ceda a las pretensiones políticas del “ejército terrorista”. Combatir el terrorismo es combatir el miedo que provoca.
Esto es lo que debemos tener en cuenta en estos momentos en los que estamos siendo atacados por el terrorismo yihadista. Quienes han declarado esta guerra persiguen la radicalización del mundo en sociedades antagónicas apelando (falazmente)  a las convicciones religiosas (o culturales). Utilizan el miedo para fomentar la radicalidad en el caos. Sólo se representan a sí mismos; pero saben que el racismo latente en la mayoría de las sociedades occidentales potencia exponencialmente el impacto de sus atentados. Provocando el miedo consiguen que sectores muy amplios de las poblaciones afectadas se desestabilicen emocionalmente, se ofusquen, y terminen por identificar el islam con el terrorismo. Ésa es su victoria. Viven y trabajan para la división. Por ello, todos aquellos que de manera irracional resumen el fenómeno del terrorismo yihadista  diciendo que “los musulmanes nos atacan” son los mejores aliados de los terroristas. Cada comentario u opinión racista vertida tras un atentado terrorista es una bala del yihadismo que impacta en el corazón de nuestra sociedad, aunque sea disparada, paradójicamente, por quienes vociferan todo lo contrario como orates enfurecidos.
No es necesario argumentar el especial significado que tiene esta cuestión en nuestra Ciudad. Los ceutíes debemos tener  asumido en lo más profundo de nuestras convicciones, la condición radicalmente pacífica del islam como religión, y de los musulmanes como ciudadanos (el hecho que existan individuos malos o perversos no lo convierte en categoría). Convivimos con ellos. Formamos parte de un proyecto de vida en común. Sabemos perfectamente que es así. Por eso tenemos entre todos la obligación de detectar, aislar y arrojar al ostracismo a esos racistas irresponsables que no pierden oportunidad de sembrar su maligna cizaña sin reparar en el daño que le hacen a esta Ciudad. Debemos ser duros contra el terrorismo. Es una guerra, y  como tal se debe afrontar. Y para ello debemos empezar por  tener muy claro quién es el enemigo.  El hecho de que los terroristas sean (o, mejor dicho, se autodenominen) musulmanes, no significa, ni remotamente, que los musulmanes sean terroristas. Es de una lógica aplastante que la realidad sanciona de manera inapelable.  El miedo no puede lesionar el sentimiento de sincera fraternidad entre musulmanes y cristianos que debe fundamentar nuestro concepto de comunidad (aunque nos encontremos aún lejos de su plenitud).


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