El afligido y habilidoso Franz Kafka utilizó una de sus obras cumbres, ‘El Proceso’, para verter arduas críticas contra el sistema jurídico, su opresión sobre los más humildes y su insalvable distancia con respecto al concepto de justicia. En aquella, acaso una de sus creaciones más agudas, narraba la historia de Josef K., un hombre que un día cualquiera era arrestado para ser juzgado sin que en ningún momento le comunicaran los cargos por los que se actuaba contra él.
Casi un siglo después de la muerte del escritor de Praga, España vive la situación inversa, pues se encuentra enredada judicialmente en decenas de abominables casos de corrupción que no concluyen a pesar de que sobran las razones. Sin embargo, aún persiste un punto de unión entre la visión kafkiana expuesta y las situaciones que vivimos a menudo, ya que las clases más modestas han de afrontar mayores dificultades que las poderosas e influyentes. Esto no deja de ser irónico porque en la corrupción de alta escala suelen merodear personajes que ostentan un gran poder y que, gracias a él, entran en acción para acrecentarlo y enriquecerse mucho más. Por ende, si la legislación y su respectiva aplicación presentan debilidades contra figuras de cierta fuerza y estas han sido capaces de capitanear las grandes tramas de corrupción que nos azotan, las conclusiones que pueden extraerse son tan desoladoras como, en efecto, están demostrando los propios tribunales españoles con sus obscenos titubeos.
En ocasiones, cuando se trata de hechos muy relevantes, la incertidumbre generada por los citados tribunales surge como consecuencia de la influencia que ejercen factores externos claves como las intervenciones políticas, asimismo agitadas por otras corrientes. En este sentido cabría matizar que el problema no reside tanto en nuestra estructura jurídica como en todo aquello que rodea al funcionamiento de la Justicia, lo cual es todavía más comprometido para un estado democrático.
Hemos conocido por la prensa tantas teóricas obstrucciones que nos hemos acostumbrado a ellas con una naturalidad aterradora. Nos hemos acomodado a la transigencia de todos estos despropósitos e indirectamente nos hemos convertido en cómplices de estas barbaridades. Quizá porque todavía no nos ha tocado el momento de madurar, y no alcanzamos a considerar la verdadera magnitud de la corrupción y la ofensiva mortal que implica al corazón del bienestar de nuestra sociedad, que en realidad no es nuestra desde el momento en el que el día de mañana será de otros. Seguimos optando por el inmovilismo, por el hablar y no actuar, por marginar nuestro rechazo a breves lapsos de rabieta e indignación que expiran en segundos, minutos, tal vez horas.
Como pueblo no estamos respondiendo ni con la celeridad ni con la profundidad que requieren las circunstancias ante una de las lacras más perjudiciales que puede sufrir una nación. Hemos pagado muy caro ese daño y lo continuaremos haciendo hasta que algún día despertemos, cosa que a los españoles nos cuesta demasiado. De cuantos miserables defectos nos podían abordar este era, sin duda, el peor.