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La nueva (y pirómana) política

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La ignorancia transformada en suficiencia y osadía nos hace querer reinventar el mundo cada día, como si miles de millones de humanos, antecesores nuestros, hubiesen estado bañándose en la estulticia con regocijo. La ceguera o la estrechez de miras nos hace redescubrir el universo todos los días y, lo que es peor, querer mostrarlo dando lecciones magistrales por donde quiera que vamos.

La petulancia, añadida a la actitud arrogante de quienes deberían considerarse servidores públicos es una seña de identidad de aquellos que proclaman una nueva forma de hacer política pese a practicar la más vetusta de ellas, la tiranía ante propios y ajenos. El desprecio personalizado con el que tratan al adversario ideológico es un signo evidente de un odio atroz, de resentimiento paranoide puesto que no tienen causa alguna, salvo en sus angustiosos intentos por justificar acciones incomprensibles desde la salubridad mental. Gritar "arderéis como en el 36", no sólo denota desconocimiento histórico (la ola de violencia anticlerical denominada "quema de conventos" ocurrió entre el 10 y 13 de mayo de 1931, pocas semanas después de proclamarse la Segunda República), sino un instinto criminal que considera que los que piensan diferentes son merecedores de la hoguera. Más bien parece que estos fundamentalistas son los verdaderos herederos de la Inquisición más cruel, antes que la propia Iglesia Católica. Es fácil criticar al Gobierno en tertulias televisivas y mostrar un talante altanero con aquellos que comprenden que no es el mejor Gobierno, pero sí el único que puede regir a España en estos momentos. Otra cosa, más difícil, es desarrollar un discurso coherente con la investidura del presidente del Gobierno. La continua actitud incívica, gansteril, chulesca, impropia de quien, en su condición de diputado, lo es de todos los españoles, no sólo de los que le votaron; hace incomprensible, salvo para la foto de rigor o el titular de necrológicas (por la España que intentan exterminar), la mención, animus ofendi, de héroes nacionales, o el escatológico beso de clara traición a los intereses de los españoles.
El deseado desorden institucional, tan querido por radicales y fundamentalistas, y menos anhelado, pero aceptado por gran parte de un socialismo que perdió el norte hace tiempo, ya ha comenzado, y lo hace en el corazón mismo de la democracia, en las Cortes españolas, en las asambleas de los ayuntamientos, en los parlamentos autonómicos. No existe foro político de España donde los fundamentalistas no hayan prendido con su tea al respeto por la libertad, la democracia y el derecho fundamental a manifestarse contrario a sus ideas.
Desde los linchamientos en redes sociales al señalamiento personal, los radicales han comenzado a prender fuego a un sistema de convivencia en paz donde cada vez derraman más gasolina y algunos manifiestan, a viva voz, con aplausos de propios, y sin recato ni reconvención alguna, sus intenciones de ampliar las atrocidades de los años treinta.


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