Me ocurrió en una etapa, a mitad de mi primer Camino de Santiago.
El día despertó despejado y con el horizonte limpio. Enseguida estábamos surcando un camino estrecho protegidos por la espesura de la arboleda, la temperatura ideal y los pájaros invitaban con sus cantos a tropezar con las piedras, a subir repechos, a gastar bromas, a contar experiencias y a disfrutar de una jornada agradable.
Salimos ligeros de abrigo, y al poco tiempo las nubes asomaron en lo alto amenazando con sus grises y sus negros. En seguida la lluvia nos saludó empapándonos.
Nos echamos a un lado del sendero para guarecernos y así colocarnos los largos chubasqueros que nos cubrían generosamente. Retomamos la marcha y apenas unos pasos, el Sol volvió a lucir. Recuerdo que esta maniobra de quita y pon se repitió al menos tres veces.
Con miradas de complicidad, nos decíamos sin palabras que “Santiago hoy tiene ganas de juego”.
Justo entonces, un hombre joven, de unos treinta años y con una mochila que le cubría toda la espalda, se acopló a nuestro grupo con un sincero “Buen día”. Su aspecto era distinto al resto de los peregrinos. Cabello largo y barba, pero bien aseado. Emanaba seguridad en su paso. ¿De dónde eres? Le preguntamos. De Sevilla, respondió; y a modo de presentación siguió hablando diciendo: Llevo con hoy noventa días por estas tierras. Salí de Francia y hoy termino mi Camino. Estoy parado, casado y con dos hijos. He presentado curriculum en todos los sitios que he podido. Han pasado dos años y sin suerte. Un día me dije, me marcho al norte a pedirle al Apóstol que me dé trabajo y eso hago. Su mirada era limpia, sin cansancio aparente, se le veía alegre. Aligeró el paso y lo perdimos al rato.
Tan solo cuando ya concluíamos el día, nos lo volvimos a encontrar en un cruce de caminos. Nos preguntó si sabíamos cómo llegar hasta el albergue próximo.
Lo orientamos y se despidió con una sonrisa muy especial. Le deseamos suerte en lo del “curro” y el a nosotros un buen Camino. Y añadió, sé que de vuelta a mi ciudad, me espera mi familia y un trabajo. Y yo pensé….. estoy tan seguro como él. Eso se llama Fe.
José Ignacio
Castro Martínez