Con las últimas flores de los almendros y las primeras hojas de los chopos, de manos de la Primavera, nos llegaba la República". Así comenzaba Antonio Machado el relato de lo que fue aquel 14 de abril de 1931. Unas simples elecciones municipales que el pueblo -salvo en las zonas dominadas por el caciquismo-, había convertido en indiscutible plebiscito a favor de la República.
España se acostó monárquica -se dijo después- y se levantó republicana.
Se presentaba al fin, después de siglo y medio de tanteos y torpezas, la gran ocasión para sacar al país del vagón de cola de la Europa próspera y desarrollada; el deseado inicio de una nueva andadura histórica cuyos hitos serían la paz, la justicia, la cultura. Pero, ay, aquella gran ocasión, tan sólo cinco años después de iniciada, se fue al garete: un grupo de generales felones, azuzados por cardenales y banqueros codiciosos, decidió, mediante un golpe de Estado, torcer la voluntad del pueblo español. Fracasó la intentona en todas las grandes ciudades y los sediciosos, lejos de renunciar a su locura de deshonor y sangre, se atrevieron a dar el paso siguiente: llamar a dos países extranjeros -Alemania e Italia- y convertir lo que en principio sólo era golpe de Estado, en guerra civil y guerra de invasión. Aviones y barcos italianos y alemanes transportaron a los moros de Marruecos, que muy pronto se convertirían en la punta de lanza del ejército rebelde, cuyas fechorías en seguida la Iglesia se apresuró a calificar de "Cruzada".
Más de cien mil extranjeros, contando a italianos, alemanes y moros, luchando contra el indefenso pueblo español. Ya lo dijo André Malraux: "Es todo un pueblo contra un ejército". Si a esto añadimos la cobardía de las democracias europeas y el doble juego de los gringos -vociferan democracia al tiempo que abastecen de petróleo a los fascistas-, era fácil adivinar el final de la guerra. Lo asombroso fue que, con enemigos tan poderosos, lograran resistir casi tres años. Francia no pasó de unos meses. Pero justo es reconocerlo: el heroísmo de aquella gloriosa República española sólo sirvió para prolongar su agonía: el primero de abril de 1939 el Caudillo de las manos rojas pudo anunciar al mundo: "la guerra ha terminado". Cinco meses después su valedor, Adolfo Hitler, puede iniciar la suya. Las acobardadas democracias europeas que creían que, arrojando España a los chacales salvarían su propio pellejo, en septiembre de 1939 comprendieron su error. Demasiado tarde. Lo que tantas veces les vaticinó Azaña a todo lo largo de nuestra guerra -"cuando terminen con nosotros empezarán con ustedes"- inexorablemente se cumplía. Madrid había resistido tres años, París cayó en un mes.
Fue así como España perdió su República y el mundo ganó una guerra de casi seis años, -muchísimos más si no hubieran entrado Rusia y Estados Unidos-, y más de cuarenta millones de muertos.
Yo muchas veces me he preguntado cómo sería la España de hoy si aquel criminal golpe de Estado no hubiese llegado a cuajar o hubiera sido sofocado en los primeros días. Es muy fácil ir a los libros de Historia para conseguir una información bastante completa de los destrozos materiales y el número de muertos: casi un millón en la guerra, a los que hay que sumar un número indeterminado -debe andar por los trescientos mil- de los cuarenta años de represión y dictadura. Todavía hay personas que andan buscando por cunetas y descampados a sus muertos. También es fácil precisar el número de huidos y exiliados -dicen que algo más de quinientos mil- repartidos por medio mundo, de los cuales unos diez mil fueron después asesinados en los campos de exterminio de los nazis. Incluso es posible calcular el retraso material que tal hecatombe supuso para España: los economistas más optimistas dicen que hasta 1960 no consiguió el país alcanzar el nivel económico de l936. Dicho con otras palabras, veinticuatro años de trabajo y progreso tirados por la borda. Pero hay algo mucho más difícil de calcular que jamás lograremos encontrar en ningún libro: la España que se fue antes de nacer. Me refiero a todos esos hombres y mujeres que, asesinados en la cuneta o muertos en el campo de batalla, se fueron sin dejar descendencia; otros que, exiliados de su patria, la dejaron lejos de España y ahora, sus nietos, ni siquiera saben que descienden de españoles. ¿Cuántos de esos niños inexistentes hubiesen sido después médicos, ingenieros, escritores, oficinistas, honrados artesanos, infatigables obreros, as, o hacendosas amas de casa? ¿Habría habido entre ellos algún Premio Nóbel? ¿Algún científico o músico inolvidable? A la enorme lista de muertos, hay que sumar la de los que nunca pudieron venir al mundo, la España de los que habrían podido ser y nunca fueron. Con ellos la España actual sería más rica, más poblada y sobre todo más culta y justa. Si en los escasos cinco años de existencia -tres si restamos el bienio negro-, que vivió la República construyó más escuelas y bibliotecas que todos los gobiernos que le habían precedido, es fácil imaginar lo que habría realizado desde 1931 hasta hoy. Todo se lo llevó aquella criminal sublevación.
Queda una última pregunta: ¿Y la semilla que sembraron? No cabe duda que, poco a poco, va germinando. Es asombroso comprobar cómo todos los grandes tópicos que se sacó de la manga el fascismo para justificar la sublevación -Constitución, existencia de sindicatos y partidos políticos, matrimonio civil, divorcio, secularización de cementerios, escuela laica, libertad religiosa, etc.-, después de los cuarenta ominosos años, han ido regresando poco a poco y ahora son una realidad de la vida española. Otros anhelos de la República que aún no se han cumplido, no cabe duda que también se cumplirán un día. Los que armaron aquella catástrofe, la disfrutaron durante cuarenta aciagos años y aún están vivos -la mayoría ya han muerto- más de una vez deben preguntarse: ¿No será cierto aquello que dijo Unamuno: "Venceréiss, pero no convenceréis".