La vida siempre nos sale al paso y se detiene en aquellas personas que han construido nuestro pretérito. Nunca elegimos donde nacemos, el azar nos lleva a nacer en un país o en otro, en una familia o en otra, en un tiempo o en otro, o en unas condiciones donde la vida se desarrolle con vientos favorables que hagan avanzar a tu velero; o, por el contrario, las condiciones primigenias sean tan desfavorable que te hagan embarrancar nada más salir del puerto seguro del seno materno.
Es la ley del Karma en las sucesivas -según dicen- reencarnaciones que vamos teniendo a lo largo de nuestra larga existencia. De tal manera, que a mí me tocó venir al mundo en el patio de la "ramblilla", de la calle Misericordia*(Sánchez Navarro), junto al huerto de las bonitas rosas de Mariavera**, sembrados de jazmines, celindos, madreselvas y, los sempiternos claveles y geranios rojos, que Josefina Gaona cuidaba como si fueran su propia alma.
Cuando abrí los ojos por primera vez, Tere*** tenía sólo 13 años, así que me convertí en su pequeño niño con el que podía jugar a ser su pequeña mama. Y, su referencia fue entrando en mí, como una estampa que siempre llevara en mi corazón a donde quiera que fuera. No sólo tenía a Fina -mi madre- y a la Yaya -mi abuela Teresa-, sino que Tere era aquella hada mágica que todo niño desea tener y desea que le traspase el alma en cada noche cuando nos encaminamos a navegar en el mar de los sueños.
Tere, entre susurros, dejaba en mi almohada las coplas de la época y los cuentos infantiles que cada día reinventaba para parecer diferentes y distintos. Tere, en apenas un momento, ya sólo era la voz que se oye en la maleza, la voz profunda de la verdad en el alma de un niño...
Tere nació en el año 37 en el Pasaje las Heras, en plena "Guerra Civil", anduvo yendo y viniendo entre Santapola y Ceuta. Allí trabajaba como las muchachas y las comadres haciendo "sarsia" (red) para los pesqueros de arrastre que en la costa de Larache pescaban el calamar; y, aquí gustaba de trabajar en las tiendas de artículos como Casa Nari.
Tuvo una vida azarosa, que la llevó unos años a Alemania y luego a Australia. Nunca pudo acostumbrarse a vivir en la emigración y en el desarraigo de su tierra, de sus tradiciones y de sus gentes. Tere era dulce por fuera y buena por dentro, y siempre añoró a sus dos pueblos, a saber: a Santapola por ser su herencia familiar; y, a Ceuta por ser la ciudad que la vio nacer. Tenía un gran amor a Ceuta, a pesar de sus largos años de ausencia. Y, en su pecho solía llevar la medalla de la Virgen de África.
Y, ahora en su viaje definitivo a las estrellas, en esa tristeza dulce de su recuerdo, en un pequeño homenaje a su memoria y al amor incondicional a Ceuta, a la ciudad que amaba más que así misma, tengo a bien, dejaros el capítulo dedicado a ella en el libro que escribimos: "Ceuta, en el corazón...", y que nos publicara el Ayuntamiento.
Tere, representaba el lado más enternecedor y amoroso de la madre. Rara vez me regañaba o me reprendía por alguna travesura que yo hubiese hecho. Siempre estaba de mi lado de manera incondicional ante cualquier sospecha que recayera sobre mi cabeza.
Yo representaba para ella su primer amor; su primer despertar a la maternidad. Así, sin apenas darse cuenta, ella, se adentraba en las profundidades de los sentimientos de una madre.
Todas las noches, se recostaba a mi lado, me tocaba el pelo suavemente; y a la vez, como prisionera de un recuerdo indescifrable y olvidado, me desgranaba uno a uno todos los cuentos y romanzas que se acercaban a su imaginación. ¡Qué paz! ¡Dios mío! ¡Qué paz...! Qué sensación de calma tan enorme, tan profunda, cuando escuchaba sus palabras en la obscuridad tenue de la alcoba. Sus palabras, susurradas casi en una oración, me transportaban al mundo mágico de la ilusión, de lo desconocido, de lo imposible... Sus palabras me traían: payasos tristes, Pinochos de madera, cabritillos asustados, lobos hambrientos, reyes engañados, madrastras malvadas, príncipes valientes, Caperucitas obedientes, abuelitas buenas, Blancanieves inocentes, enanitos alegres, bosques encantados, mares de plata, lunas de oro... Sus palabras, en definitiva, caían sobre mi alma, como hojas que en el otoño se balancean, se sostienen un momento en el aire, para finalmente exhaustas, caer irremediablemente al musgo de los jardines solitarios...
Nunca he vuelto a sentir aquella paz; aquel sosiego que Tere -como una distraída alquimista- convertía los minutos en pequeñas eternidades. Sí, Tere, rozaba la perfección, y cuando apenas su voz comenzaba a entonar algún canto o alguna cancioncilla nostálgica, el cuarto, como un cosmos infinito y estrellado se entregaba apasionado, enamorado, sin voluntad, a ella... La amaba, sí, no puedo negarlo; la amaba con el instinto ancestral del peregrino que imperturbable acude a su llamada; o quizás con la necesidad incontenible de los campos sedientos que sueñan con la lluvia; o tal vez, con el mismo abandono de los enamorados. Sí, la amaba, para qué negarlo, era verdad, la amaba casi como a Dios, tal vez más...
Tere, no puedo pronunciar más palabras... tus canciones, tu mirada, tus desvelos, tus besos, me transportan irremediablemente al mundo de las hadas y de los duendes. A otro mundo de encantamientos dónde la palabra soñar era el verbo necesario para poder vivir libres de ataduras, de castigos, de trabas... Otro mundo, hecho para que los sueños marcasen las horas, la distancia, la delicadeza, la ternura, el olvido...
Tere, no puedo pronunciar más palabras... Sin embargo, hoy, antes de irme a dormir, me llegará tu recuerdo, y sentiré de nuevo el susurro de tu voz acariciando mis sienes... Y a continuación, como un pájaro desolado, abriré mis alas buscando el refugio último de tu corazón... ________
(*)El castizo y entrañable nombre de calle Misericordia, pasó a llamarse de Sánchez Navarro, diputado provincial por Cádiz, que hizo posible que la Casa Misericordia -originaria de la casa matriz de Lisboa-pasara al Ayuntamiento.
(**)Dicho huerto se situaba en la calle Misericordia, en el popularmente conocido por "Callejón del Asilo", y su muro exterior colindaba a todo lo largo de nuestro patio. Su dueño, Luis Pérez, regentaba una platería en la calle que sube de la plaza a la "Brecha". Su pequeño oasis de paz, era roto por nuestras pequeñas travesuras de asaltar sus sembrados y árboles frutales, y degustar plácidamente sus damasquillos, peras y granadas, además de las blancas rosas de pitiminí que en primavera empezaban a sobresalir exultantes por el muro.
(***)En aquellos días de los años cincuenta, las familias solían vivir varias generaciones en la misma casa; de tal manera, como era común en los demás vecinos, convivíamos con mi Yaya, mis padres, mis tíos-Tere- y mis hermanos. Tres generaciones, al que había que añadir algún que otro familiar que se acercara en su barca del pueblo, para estar obligados a darle comida, y hacerle una improvisada cama entre sillas y una hoja de una puerta.