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Un ataque furibundo contra la libertad

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Son pocos los que odian a la Iglesia Católica, pero son muchos los que odian lo que ellos creen que es la Iglesia Católica”. Esta frase, señalada originalmente por Fulton J. Sheen, define perfectamente la actual situación de persecución que viven, no sólo los católicos, sino todo aquel que intenta sostener en su vida cierta coherencia con las enseñanzas y valores difundidos por un hombre (Dios) hace dos mil años.

Nadie debería dudar que los ataques contra la libertad en general y contra la libertad religiosa en particular son, además de un hecho constitutivo de delito, de una laxitud moral acuciante que denota afloramiento de odio e ignorancia.
El fundamentalista y radical gobierno de la localidad pontevedresa de Lalín, como si no tuviera otros asuntos en los que ocuparse, de esos que verdaderamente influyen en la calidad de vida de los ciudadanos,  ha decidido aprobar una moción que torticeramente denominan de aconfesionalidad, cuando realmente debería llamarse de laicismo radical. Porque una cosa es la aconfesionalidad, que así se recoge en la Constitución, y otra muy diferente es el laicismo radical que se dedica a perseguir y discriminar, hechos punibles según los artículos 510 y 511 del Código Penal.
Entre otras medidas, esta renovada y a su vez vetusta casta política que suma a los defectos de siempre el odio y el totalitarismo (hay que ver lo que le gusta prohibir a la izquierda española, cuanto más radical, más prohibiciones), ha decidido vetar la aparición de símbolos religiosos en espacios públicos, los actos oficiales con simbología religiosa, los actos religiosos organizados por el ayuntamiento, la participación de representantes eclesiásticos en actos públicos como autoridades, eliminar los nombres de calles, colegios y vacaciones con referencias religiosas, y prohibir a los funcionarios  mostrar en sus funciones ningún gesto de veneración religiosa.
La hostilidad contra la Iglesia Católica llega a tal extremo que ni siquiera han pensado en la trascendencia real de esas medidas, como en consecuencia deberían ser: la prohibición de cruces en el cementerio, la Cabalgata de Reyes Magos, las Navidades, Semana Santa, el Corpus, jurar sobre la Biblia a un concejal,  el bochorno público de quitarle el nombre de una calle a Santa Teresa, o que el funcionario tenga que abrocharse hasta el último botón del cuello para que no se le vea la cruz que lleva como colgante, o decir “Dios mío” frente a un problema.
Los católicos no tenemos por qué ser relegados a un segundo plano de la vida pública. Ninguna persona debe ser considerada ciudadano de segunda bajo ningún concepto, mucho menos por su libertad de pensamiento.
Todos los que ahora callan frente a los ataques que la libertad está recibiendo en España pronto se arrepentirán de ello, y no porque alguien se vengue de esto, sino porque todos estos ataques furibundos que se realizan contra la libertad, nos afectan a todos más de lo que nosotros creemos.


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