La Pepa, esa primera Constitución gaditana de las libertades ciudadanas de 1812 afirmaba: “La Nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona”. De esa Nación española no cabía excluir a nadie.
Ese principio se ha mantenido en el tiempo a lo largo de los siglos y de las distintas constituciones más o menos liberales más o menos conservadoras que España ha tenido. De la misma forma han incluido ese principio de soberanía popular indivisible todas las naciones democráticas que no se han formado como unión de estados previos sino como conjunto de ciudadanos que se agrupan en torno a unos valores democráticos que ellos libremente establecen como reglas de juego.
Cuando todo es de todos nadie tiene parte alguna. Nadie. Y por supuesto que uno puede marcharse, pero no llevarse lo que es común. En el territorio amparado por la Constitución no hay ciudadanos de diferente calidad, ni ciudadanos más soberanos que otros. Yo, ceutí nacido en la calle Jaudenes, tengo los mismos derechos ciudadanos en mi ciudad que en Soria o en Murcia, y un andaluz es tan dueño, o tan poco, de Barcelona como lo soy yo. La ciudadanía no admite grados, no se fragmenta con la geografía ni con las identidades.
Frente a esa idea, de patria constitucional, se ha levantado la idea de nación sostenida en la identidad. Una identidad que se asienta según los nacionalistas en lengua, historia o destinos como pueblo y destinos además predeterminados por no se sabe muy bien quién, y que en algunos casos desgraciadamente de todos conocidos ha llegado a basarse en razas o colores y llegar a hacer tambalearse la misma condición humana. Un español empadronado en Cataluña (porque eso es en derecho civil, lo que es un catalán) goza hoy en día del privilegio de ser al mismo tiempo catalán, español, europeo y ciudadano del mundo. Esta identidad múltiple que comparte con el resto de españoles nos concede a todos el poder de elegir lengua, cultura, viajar, y tener todo tipo de oportunidades. Algunos sin embargo parecen querer replegarse a la falaz regresión de la tribu; quieren viajar a una Cataluña que ellos han inventado desde unas supuestas e irrebatibles leyendas, a un mito medieval para escapar de las oportunidades del mundo abierto tal y como es. Es posible que algunos encuentren en ello una especie de satisfacción tribal, pero en modo alguno encontrarán beneficio. En estos meses pasados algunos analistas queriendo razonar el auge del independentismo en Cataluña, tienden a vincularlo con factores como la crisis económica, el agotamiento del Estado de las autonomías o la decadencia de la Unión europea. Sin embargo, y con independencia del rigor con que se expongan esas y otras causas a mi juicio resulta determinante en el caso catalán el adoctrinamiento a través de décadas de pensamiento único auspiciado y financiado desde los poderes públicos en manos nacionalistas y que los gobernantes del Estado, de España entera, no han sabido o no han querido ver. Un adoctrinamiento por el que la realidad se reduce a un puñado de lemas irrebatibles, entre los que destacan “La culpa la tiene Madrid” y “España nos roba”. El principal instrumento de intoxicación ha sido sin duda TV3, que es, mas que una televisión autonómica, la primera red independentista de Cataluña. Otros instrumentos han sido también el entramado educativo o el complejo mundo de las organizaciones sociales ampliamente regadas con el dinero público.
El lema completo de la Revolución Francesa, el que figura en la tumba de Marat, es: “Unité, Indivisibilité de la Republique, Liberté, Égalité, Fraternité”. La unidad y la indivisibilidad son inseparables de los otros tres valores: cuando está asegurada la libertad, nadie es más que nadie en sus derechos ni en sus obligaciones. No cabe amenazar con marcharse con lo que es de todos, no caben las amenazas. La ley lo impide. Y así va a seguir siendo en España. Nadie va a levantar nuevas fronteras. Las fronteras en los países de nuestro entorno de libertades enmarcan territorios en donde operan principios de democracia. Todos comprendemos que las fronteras no son justas. Nacer del lado erróneo supone quedarse sin derechos y sin democracia. ¡Como comprendemos eso en Ceuta…! Eliminar fronteras, cuando ello es posible como lo fue en la Unión Europea, como supuso el territorio Schengen supone una conquista emancipadora. Y a la inversa: levantar una frontera entre conciudadanos, hacerlos extranjeros, significa reducir la comunidad de derechos, de justicia y democracia, supone una vuelta al medievo. A esos tiempos oscuros a los que quieren devolver a los catalanes a base de adoctrinamiento, de leyendas y de mentiras tipos como Mas y compañía.