Muchas veces, en mis artículos –publicados o no en algunos medios- y comentarios a través de las redes sociales, he utilizado –ya sé que no soy el único- el término CASTA para referirme a la clase política que nos “dirige” –otra cosa sería saber hacia dónde, pero eso daría tema para otro artículo-, eso sí, aclarando en primer lugar que las generalizaciones no son siempre acertadas y que en este colectivo, como en casi todos, puede haber gente muy buena –sin duda la hay, aunque cada vez menos, parece-. Por algo será que los políticos -y los partidos en general- se han convertido en el cuarto problema para los españoles –lo son para el 26%. Pocos, en mi opinión- , según el barómetro del CIS del pasado mes de Marzo, por detrás del paro (82’3 %); corrupción, que sigue escalando hasta el 44’2 % y los problemas de tipo económico, que lo son para el 28’2%.
Sin ánimo de ser exhaustivo y seguramente el paciente lector me podría aportar otras tantas, si no más, voy a referir algunas de las cuestiones que competen a la labor de nuestros próceres en las distintas Instituciones que, supuestamente –al menos en teoría- nos representan.
La clase política, por acción directa o por omisión -calculada o no, cobarde o interesada- ha sido la que ha legislado; la que se ha encerrado en su burbuja de cristal, lejos de la ciudadanía muchas veces; la que ha creado dos tratamientos fiscales, uno para ella y otro para el pueblo; la que ha pactado la composición de los órganos de la Justicia y, con ello, ha propiciado, o permitido cuando menos, su politización; la que, cada día, pone de manifiesto la doble vara de medir de los jueces, con autos y sentencias que espantarían a un estudiante de 1º de Derecho; la que cambió la Ley de Educación, cada vez a peor y origen fundamental –en mi opinión- de la pérdida de valores morales que padecemos ante el entronamiento del relativismo –cuando no nihilismo- y que, cuando pudieron, no aprovecharon su mayoría absoluta –dos veces, en 2000 y 2011- para un cambio radical, tan necesario; la que no cambia la Ley Electoral y pone en su sitio a los nacionalismos, sometiéndose a sus chantajes para acceder o conservar el poder; la que ha abusado –o no ha controlado, que no deja de ser otro tipo de abuso- de los dineros públicos, gestionando muy mal en el caso de los socialistas -cuando no llevándoselo crudo- hasta haber dejado dos situaciones agónicas -1996 y 2011- que dejaron España en la absoluta ruina; la que ha despilfarrado en obras públicas, muchas veces innecesarias –universidades, puertos y aeropuertos –redundantes incluso-, autopistas y numerosas obras faraónicas en esa línea del “café para todos” que dejara caer en un mal momento el Profesor Manuel Clavero –a la sazón, ministro con Adolfo Suárez- y que tan fuertemente arraigó en la “casta” dirigente para la que parece que aquella otra “máxima” de otra ‘ilustre’ del “servirse de lo público” dejó para la posteridad: “El dinero público no es de nadie”, que espetó en uno de sus días “brillantes” mi paisana Carmen Calvo.
La clase política es la que ha permitido un parque de vehículos oficiales que ya lo quisieran para sí países mucho más ricos, poblados y poderosos; la que ha engordado hasta límites insostenibles el número de funcionarios, muchas veces poco cualificados, con oposiciones restringidas para asegurar a sus amiguetes, a los que incorporaron primero como contratados laborales; la que ha permitido que crezcan las dotaciones de personal en administraciones paralelas, como las diputaciones, por ejemplo, perfectamente sustituibles dentro del sistema autonómico; la que ha creado infinidad de empresas públicas deficitarias, para seguir colocando a sus amigos cuando dejan las funciones políticas; la que asegura a sus fieles puestos de retiro bien remunerados, en muchos casos permitiendo una compatibilidad, temporal o vitalicia –decidida por comisiones formadas por los propios afectados ¿Recordamos lo de ‘juez y parte’?, pues eso-, con indemnizaciones y vacaciones desproporcionadas como hemos visto en esta última “legislatura” de escasos cuatro meses y uno ‘efectivo’; la que utiliza medios de transporte público para su uso personal; la que adjudica contratos públicos millonarios a empresas amigas que, curiosamente, luego les benefician generosamente; etc., etc., etc. Como decía, podríamos añadir un sin número de competencias y usos, cuando menos, mal gestionados.
Es cierto que no se puede cargar todo en el debe de la Casta sino que el “pueblo llano” también tiene –tenemos- cierta responsabilidad porque ha vivido cómodamente, en la inopia o dejándose llevar por el día a día, cuando las cosas han ido bien, al menos para nosotros y los nuestros.
Pero dicho eso, y que cada palo aguante su vela, hay que admitir también que el sistema, tal como está montado, lo único que permite al “pueblo llano” es acudir a las urnas cuando se convocan elecciones, generales, autonómicas o municipales, cada cuatro años. Cierto que ese ‘adocenamiento’ institucionalizado y la falta de formación, en muchos casos, no han propiciado un voto inteligente y práctico y eso es responsabilidad de cada uno. En España es muy frecuente –más de lo que muchos quisiéramos- que la visceralidad producida por los acontecimientos del momento se imponga a la reflexión meditada sobre lo realizado, o no, durante cuatro años por los gobiernos o corporaciones de turno. Pero, en definitiva, lo que tenemos es que el voto ciudadano queda diluido en un sistema de “representación otorgada”, parlamentaria o municipal, –hoy convertido, en el mejor de los casos, en una partidocracia sumisa al líder que designa- y el sistema endogámico sigue su curso:
Los partidos –la cúpula, claro- eligen sus listas cerradas -no siempre compuestas por los mejores, hasta el punto de que la formación y experiencia acreditadas brillan por su ausencia en una gran número de nuestros ‘representantes’, siendo la política –paradojas de la vida- la única profesión para la que el CV cuenta poco o nada-. Después, los ‘elegidos’ en las urnas, ‘legislan’ en la Cámara Baja –‘votando’ las leyes que propone el Gobierno, ‘propuesto’ por los previamente ‘elegidos’ por el ‘dedo divino’ del que lo presidirá- y, siempre, con un voto dirigido por el aparato del partido (lo vimos en su día con la Ley del aborto y del Matrimonio Homosexual), con lo que la representación, cuando menos, se deslegitima.
El Partido ganador –no siempre, porque muchas veces se producen pactos contra natura formando pinzas, tripartitos…heptapartitos o lo que haga falta, con tal de alcanzar o mantener el poder, cuando no de quitar al otro, porque sí, porque es el otro- compone el Gobierno, propone leyes que “los suyos” y “sus aliados de turno” aprueban en el Parlamento y “refrendan o no” en el Senado, pero no importa si no, porque vuelven al Parlamento y allí se aprueba por la misma mayoría ‘artificial’ que la envió al Senado, lo que demuestra la inutilidad de la “Cámara Alta”, que supongo que debe el calificativo a una cuestión topográfica, porque demuestra poca altura en muchas ocasiones, recogiendo a determinados personajes, que no voy a citar porque sería muy largo.
Y fin del “teatro democrático”. Se cierra el telón y a por el próximo espectáculo.
Como decía al principio la “generalización” no debe ser del todo absoluta ni debe hacerse siempre, porque hay gente buena en todas partes, pero si ésta no se hace valer porque no sabe, no puede o se deja llevar por las circunstancias, lo honrado es retirarse y dar paso a otros que tengan más empuje y determinación.
El tema daría para mucho más, pero hay que limitar los textos. De momento, reflexión meditada y voto en conciencia para el día 26 de Junio. España lo agradecerá.