El protocolo constituye un campo tan polícromo como prácticamente inabarcable y de ahí las sucesivas reglamentaciones al respecto desde tiempo inmemorial. Si bien es materia poco agradecida donde si las cosas salen bien no se escucha el aplauso del respetable pero en el que los errores, los sustanciales claro, pueden hacer peligrar la cabeza administrativa del responsable , por otro lado faculta para seguir los acontecimientos desde primera fila.
El hecho de contar con uniforme –al parecer no son muchos, más bien pocos los diplomáticos que lo tienen y diplomáticas no digamos, y aprovecho la ocasión para reiterar mi preferencia por el color negro que por el azul obscuro- me ha permitido participar en los servicios de protocolo en alguna que otra presentación de credenciales como tuve el privilegio –por lo que pude ver más que por lo poco que pude hacer- de colaborar en los funerales de Franco y la coronación de Juan Carlos I, tan especiales por la singularidad de las irrepetibles circunstancias. Ciertamente no resultaron fáciles para los desbordados por escasos miembros del protocolo, a los que llegó una creo que merecida felicitación colectiva por parte del presidente del gobierno. En una corte más palaciega quizá por lo todavía comparativamente desacostumbrada como es la española, que ha recuperado viejas tradiciones como el cambio de guardia y donde la ceremonia de presentación de credenciales se sigue haciendo con las carrozas que llevan al embajador a palacio, las consultas que actualmente se están celebrando para designar un candidato a la presidencia del gobierno, permitiría dar nuestro modesto punto de vista sobre dos aspectos, ciertamente desiguales pero ambos reseñables, que pudieran ser opinables. Por un lado, es correcto que los candidatos, al ver aparecer al Rey, avancen discretamente para el saludo. No hay que quedarse parado delante del tapiz flamenco que representa a Alejandro Magno, esperando a que llegue el monarca. Este es, por lo demás, el criterio del ceremonial argentino que, en 1991, cuando precisamente el entonces Príncipe de Asturias fue a Córdoba, en la única visita que ha efectuado a la ciudad más hispánica de Argentina y que marcó un jalón, los diplomáticos llegados de Buenos Aires nos indicaron a mi mujer y a mí que avanzáramos desde la puerta del consulado para recibirle. Pero por otra parte, cuando el rey se dirige con el candidato hacia su despacho, le cede el paso para que el visitante avance delante de él. Siempre en nuestra opinión, y de acuerdo con la regla del ¨dueño de casa¨, el soberano, el anfitrión, no tendría que dejar pasar sino ir ligeramente por delante ya que introduce al visitante, mostrándole el camino. Por último en este primer aspecto protocolario y aunque sea tema menor, los introductores deben de conjugar – y así lo hacen- la tradicional rigidez militar, con el taconazo y el cabezazo cuando así corresponda por la solemnidad, con la suavidad en los modales propia del ceremonial hasta por definición, y nunca hay que mostrar al invitado el lugar a situarse alargando innecesaria y ostensiblemente el brazo sino haciendo la indicación con un indicado gesto comedido, esto es, ceremoniosamente. Mayor enjundia ofrece el segundo aspecto, hoy vivo por la asistencia del rey Juan Carlos a la toma de posesión del presidente del Perú (donde se debería de abogar para que la estatua de Pizarro sea repuesta en su antiguo y más digno emplazamiento, por mucho que pueda considerarse causa casi perdida) al igual que está haciendo en las demás iberoamericanas desde su abdicación, salvo la primera, en Panamá. Desde enero de 1996, la representación de la corona de España en las tomas de posesión de los presidentes iberoamericanos ha correspondido al príncipe, nada menos que en 69 ocasiones, hasta su proclamación como monarca. El desplazamiento del rey por el heredero parecía opinable, en función al menos del inconveniente de la ubicación, y yo, aunque sin el menor título al respecto, decidí terciar en el asunto. Y así argumenté en contra, con auctoritas pero sin autoridad como se infiere del resultado. Sencillamente y sin argüir a fondo (ni siquiera ayudaba a la opción del príncipe el argumento comparativo donde, como han recogido los tratadistas, en el Reino Unido, prácticamente la única monarquía a estos efectos asimilable, ha habido que esperar al 2013 para que los 87 años de la reina hayan llevado a su sustitución, por primera vez, por su hijo el príncipe de Gales, ya entonces de 65 años, para representarla en la cumbre de la Commonwealth) entendí que en general y sin menoscabo de la simpática modernidad que aportaba la figura de Felipe de Borbón, la representación del Estado para esos actos de protocolo máximo en Iberoamérica, debería seguir correspondiendo a Juan Carlos I, que además continuaba haciéndolo en los demás países y en particular parecía más adecuada, casi inexcusable, la suprema personificación del trono en naciones del tipo de Argentina, México, Chile, Perú, Brasil o Uruguay, en lista por supuesto abierta e informal. Es cierto que la unidad representativa elimina la contingencia de interpretaciones discriminatorias pero evidentemente y así son las cosas –por encima de las incorrecciones de diversa índole que llenan nuestras publicaciones y las referencias a ellas y que no volveremos a escribir- no pueden significar lo mismo ni conllevar idéntico peso diplomático, ni per se ni entre ellos ni, si se quiere, hasta para España, determinados países en relación con otros del subcontinente iberoamericano. Por consiguiente, parecería procedente la diferenciación protocolaria, esto es, la inclusión en esas funciones también del monarca, máxime si se trae a colación el destacado y privativo papel de la corona en aquellas latitudes, surgido justamente como uno de los frutos invocables de las Cumbres Iberoamericanas. Pues bien, cuando tras la abdicación de Juan Carlos I se proclama a Felipe VI como rey de España, en junio del 2014, la representación real para las tomas de posesión iberoamericanas pasa a Don Juan Carlos. Es decir, España vuelve al procedimiento anterior persistiendo en no enviar al titular de la corona. Vistas así las cosas y dada la avanzada edad del anterior monarca, y la corta de la infanta Leonor, se abre un nuevo escenario en el que el presidente del Gobierno, que tras la entronización de Felipe VI, representó a España en Panamá y a continuación en Colombia, acompañando en esta ocasión a Don Juan Carlos, deberá ir teniendo el protagonismo que pueda corresponderle. Y siempre la reiteración, posiblemente pertinente, de lo deseable que resultaría la presencia de Felipe VI, ahora ya rey, en determinadas tomas de posesión allá, en Iberoamérica, donde está la gran, excelsa, histórica, obra de España.