Mal andamos en este país cuando la expresión del título no deja de ser una provocación para nostálgicos del enfrentamiento fratricida, y peor caminamos cuando quien lo pronuncia siente cierta obligación de excusarse por haberla pronunciado públicamente.
El que una concejala del PP lo haya articulado al final de un mitin, ha sido considerado anatema político, hasta tal punto, que la insulsa y maleable concejala ha pedido disculpas por ello. No hace falta remarcar, por las hemerotecas, que finalizar un discurso berreando “¡Puta España!” es libertad de expresión, pero hacerlo con “¡Arriba España!” es poco menos que considerarse reo de muerte política.
Da igual que uno sea de izquierdas, derechas o medio pensionista, “¡Arriba España!” no debería avergonzar a ningún español de bien, por mucho que el franquismo lo utilizara. España no es patrimonio de ninguna ideología política, sino de los españoles. Bastante nos sustrajeron esos años de dictadura para que ahora sigan sustrayéndonos hasta las expresiones más nobles; porque gritar “¡Arriba España!” es un deseo de nobleza para el país y sus habitantes.
La vergüenza no está en pronunciar esa exclamación, sino en sonrojarse por ella ¿Acaso desear ver a este país arriba es una ofensa? Seguramente para aquellos que pisotean su Constitución, su integridad física y sus valores inherentes a diario, esta expresión constituye no sólo una ofensa, sino un muro que derribar.
Asistir impasible a la imposición dictatorial de lo políticamente correcto, por una banda de iliteratos, criminales amigos de lo ajeno, con cargo y poder público, resulta imposible salvo que los desastrosos siete planes de estudio que llevamos en democracia, hayan conseguido atolondrarnos. Poco a poco estos lobos disfrazados de corderos nos imponen hasta cómo debemos hablar, atendiendo a una ideología de género o social de cualquier otra índole.
“Y si habla mal de España, es español”, con este título define F. Sánchez Dragó a los españoles, y no anda muy alejado de la razón. Ensalzar a España es un acto de justicia con la historia y una aspiración de mejora para los ciudadanos. Sin embargo, no he conocido ciudadano más crítico con su país que el español. Casi cuarenta años de democracia, ayunos en el discurso constructivo de nación, han provocado la sedición en Cataluña y una legión de ignorantes que se avergüenzan de páginas de honor y gloria española.
El desear ver a España arriba no es una ambición imperialista, mucho menos franquista. Es una aspiración, pretender convertir al país en el más formado del mundo, el más educado, el más respetuoso, el más avanzado en ciencias, letras y humanidades, el más solidario, el más productivo, sin paro, sin violencia, con la mejor sanidad, justicia…
Quizá esta expresión resulte como decía la santa abulense sobre el Agua Bendita y el Diablo: “No sólo provoca la huida, también impide el retorno” ¡Arriba España! Hombres y mujeres de bien.