Leo en la prensa digital los comentarios de Laarbi Al-Lal Maateis acerca de la violencia de género. Línea a línea, palabra a palabra.
Los leo varias veces, presa de la incredulidad, pues no puedo llegar a imaginar, ya no digamos entender que, en este mundo que vivimos, alguien se atreva no sólo a cuestionar esos execrables comportamientos, sino que este señor (por calificarlo de alguna manera) se dedique a criticar abiertamente a las mujeres que, valientemente, deciden denunciar.
Las personas que, como yo, hemos trabajado asesorando y ayudando a mujeres víctimas de violencia de género, no podemos dejar de mostrar indignación y vergüenza ajena ante las disparatadas declaraciones de Maateis. Maateis es el fiel reflejo de la victimización secundaria a la que son sometidas estas mujeres que, aun con un sistema judicial con muchas lagunas y con grandes deficiencias en cuanto a seguridad, sanciones y protección, deciden denunciar y acabar con la terrible situación que viven. Y cuando llegan a los órganos que deben ayudarlas y protegerlas se encuentran con actitudes y comentarios que vuelven a convertirlas en víctimas, que les hacen cuestionarse si están haciendo lo correcto. Y eso no se puede tolerar.
La violencia de género no sólo son gritos. No son debates familiares. Son auténticos infiernos para las mujeres que lo viven. Gritos, patadas, puñetazos, agresiones, amenazas... Todo esto viven estas mujeres, inmersas en relaciones asimétricas y destructivas en las que el hombre ejerce todo el poder que él mismo se ha atribuido, menospreciando, agrediendo y atemorizando a la mujer que decidió compartir su vida con él. A esa mujer que ha visto cómo la vida que tenía hasta ese momento se ha convertido en un infierno del que no sabe si podrá salir.
Muchas veces esos ataques, agresiones y amenazas son presenciados por los hijos y las hijas. Testigos directos de una violencia inexplicable, incomprensible, atroz. Ven cómo su padre maltrata a su madre. Ven cómo su madre sufre día tras día. Niños y niñas que están creciendo, aprendiendo mediante el modelado de sus padres, desarrollando sus personalidades. Niños que aprenden que con la violencia se consigue todo lo que deseen, que humillando y martirizando a las mujeres su mal entendida hombría está a salvo. Niñas que aprenden a someterse a sus maridos, a olvidar sus deseos y sentimientos, a complacer al hombre, simplemente porque él es el hombre. Niños y niñas que normalizan el maltrato y que, muy probablemente, repitan estos patrones en el futuro, bien como víctimas, bien como verdugos. Y es así como continúa la violencia, generación tras generación.
Porque para combatir la violencia de género es fundamental la educación. Desde la educación infantil, hay que enseñar a los niños y niñas que hombre y mujer son iguales. Que la violencia no debe usarse para nada, y mucho menos con las personas a las que quieres. Que los conflictos se resuelven dialogando. Que hay que saber escuchar. Y saber entender. Y saber razonar. Y llegar a puntos de consenso.
Por último, quiero expresar mi admiración y enviar palabras de ánimo a esa mujer que, con miedo, rota de dolor y angustia, decide acudir a una comisaría a contar lo que ocurre dentro de su hogar. Y a esa mujer que, por primera vez en muchos años, es capaz de mirar a los ojos de un policía y decir: “me están maltratando”. A esa niña que adora a su mamá y, escondida, deseando que su papá no la encuentre, llama al 016 y dice: “mi papá pega a mi mamá”. A todas ellas. Todas ellas merecen mi respeto, mi admiración. Y humildemente creo que merecen el de todas y todos nosotros.