El hambre es algo curioso, al principio te acompaña siempre, mientras trabajas o duermes, e incluso en tus sueños, tú vientre llora siempre, insistentemente, tienes como dentro de ti algo que te muerde y te duele como si te estuviesen devorando tus órganos vitales y tú quisieras pararlo a toda costa.
Luego, poco a poco, el dolor deja de ser punzante y se hace cada vez más lento y deprimente, pero también este dolor te acompañara siempre. (Kamala Markayanda. Escritor hindú)
Era cuando yo andaba por Madrid, con las ratas del hambre deambulándome por las alcantarillas del estómago y algunos poemas y cuentos sueltos por los bolsillos. Y de pronto me encontré diez duros. Me parecía mentira. Estaba lleno de barro y las miles de personas que pasaron por encima de la moneda no se dieron cuenta. Hubo de llegar uno como yo y cogerlo. Era para mí, estaba previsto. Ni un lince lo hubiera visto. Las gentes que pasaban por allí pisaban segura y tuve que llegar yo, con pisadas indecisas, para darse cuenta del asunto. ¿A quién se le habría caído? Desde luego que a un pobre no, pues los pobres guardan sus monedas tan celosamente como las ostras sus perlas. Cuando metí aquellas cincuentas pesetas en mi bolsillo estuve acariciándola largamente y la seguridad volvió a míi. Algunas personas no le dan importancia a una moneda de diez duros, diez duros lo dejan muchas personas en el bote de cualquier cafetería o lo olvidan en un rincón del bolsillo. Y, sin embargo otras personas se sentirían felices con diez duros. Yo, por ejemplo, iba caminando sin meta fija, mientras me iba diciendo0: si al menos tuviese diez duros, y mira por donde miro y me digo, eso me parecen que son diez duros. Y me agacho y lo cojo y lo limpio y veo por un lado la cara del Rey, que Dios guarde, y por el reverso el águila. Y eran diez duros.
Aquella moneda hizo que me orientase. Caminaba por la calle General Ricardos, había cruzado el Puente de Toledo y no me había dado cuenta siquiera. Estaba ya casi en Carabanchel bajo, muy lejos del centro de la capital, de donde había salido, porque era Navidad, no tenía diez duros en los bolsillos y porque el bullicio de las gentes, entre los guiños de neón de los grandes almacenes, las luces multicolores los coches acharolados y los paseantes que se saludaban entre combas de sonrisas me atolondraban. Porque me sentía como un intruso, en una palabra.
Así cuando me topé con los diez duros me dije, ya no soy un bulto sospechoso, pues a un hombre sin diez duros en el bolsillo lo toman como a un buitre sospechoso.
Entonces, al encontrarme los diez duros, me escupí en las manos y me las froté, me alisé los cabellos, me estiré y me fui hacia la Puerta del Sol. Estaba tan contento que no sabia en que gastarme aquel dinero. Entraría en una cafetería y me pondría a darle la coba a un café con leche y con un poco de suerte podría entablar conversación con alguien y todo. Porque llevaba unos días que el hambre me tenía como atontado
Estuvo aquella mañana a punto de atropellarme un coche y el taxista me gritó metiéndome la boca en el oído!! atontaoooo!!!. Muchas veces me había encontrado en la mar o por el campo solo y no me había asustado la soledad. Pero me daba miedo allí, entre cuatro millones de habitantes. Y aunque de vez en cuando me acercaba hasta la Estación de Chamartín o de atocha, para esperar los trenes procedentes del Sur, por ver si veía alguna cara conocida, algún rostro amigo, nunca se podía llevar mi corazón esa alegría.
De pronto me dije, ¿y si tuviera diez duros más? Podría comerme un bocadillo de sobrasada incrustada en una blanca y crujiente barra de pan. Y desee poseer diez duros más. Después pensé qué era un egoísta, Me encuentro diez duros y en vez de agradecérselo a Dios, quiero tener diez duros más. Luego, me dije: unas berenjenas de Almagro con vinagre y picante para darle calorías al cuerpo, con una barrita de pan y hasta me sobraba para un par de cigarrillos. Eso es lo que haría con aquello diez euros que había tenido la suerte de encontrarme.
Y me dirigía hacia Madrid castizo y cuentista de Lavapiés cuando en la Plaza Tirso de Molina vi a una castañera que también vendía boniatos asados. Me paré ante el tenderete, pues el olor a boniato me atraída en cantidad. Pregunté el precio de uno, de por lo menos medio kilo de peso, y no me llegaba con los diez duros. Parado ante el puesto de la castañera añoré mi ciudad, y, sobre todo, mi barriada de la Almadraba, donde durante las tardes melancólicas de invierno un dulce olor a boniatos cocidos, cuando los barcos gruñían amarrados en el puerto, .apuntalaban a las familias pescadoras, mientras los marineros se acordaban de la baranda del Puente Almina con un mar de fondo en sus pechos.
Los boniatos con pan llenan mucho, no tanto como los productos derivados del cerdo, tan mal tratado este animal ibérico por las leyes de Moisés u Mahoma, y que era, como todo el mundo sabe, la piedra de toque de los cristianos en España dominada por los árabes, la distinción posterior, a efectos inquisitoriales, entre los cristianos viejos y los conversos más o menos efectivos y, probablemente con razón, mas cristianizo el jamón que la Santa Inquisición y, por supuesto, que los boniatos.
Una vez, la familia de los “lobitos” no tenían ni para comer boniatos en Navidad. Entonces sucedió que se encerraron por dentro de su barraca y arrojaron la llave al mar, que cuando saltaba la levantera se le metía por debajo de las puertas. A los tres días algunas buenas lámase llamaron. Entonces llegaron los de Caritas y los de San Vicente de Paúl y le dijeron: Que es Navidad hombre de Dios y son días de paz y de esperanza. Abra usted la puerta, hágalo por los niños.
Pero el cabeza de familia les gritaba: “¡No me vengan con cuento y dejadnos al menos morir tranquilos!”. Pero los convencieron.
A mí, mi madre me enviaba a la tienda y me decía: “Niño, toma la talega y vete a por eso”.
Y yo me alargaba a la tienda del montañés a por los boniatos. Olían los boniatos a bosque dormido después de una lluvia fina. En casi todas las casas correspondía el avío de los boniatos a las viejas. Mi abuela los restregaba bien con estropajo, para quitarle la tierra adherida a ellos, y, y tras enjuagarlo carias veces los metía en la olla cubriéndola con un papel de estraza, poniéndolos al fuego a hervir con canela y matalahúvas. Mientras se cocían los boniatos los niños nos poníamos a ensayar con los panderos y las zambotas canciones de Navidad.
Marineritos
bogad por Dios
que se va a pique
la embarcación
Marineritos, bogad, bogad
Que alcanzaremos la libertad
Mire usted señora, si me rebaja algo me llevo ese boniato – le dije a la castañera ¿Es por recuerdo de la familia, sabe?
La mujer me miró, dudosa, tomo el exquisito boniato y envolviéndolo en un papel de l diaria “Ya” donde venia la foto del Papa, me dijo que por lo avanzado de la hora, que podría llover a pesar del día tan bonito que había hecho una tahona donde por los dos duros que me sobraba podría adquirir un bolito de pan muy crujiente para acompañarlo con el boniato. Y que con el pan y el boniato ya me podía bandear mejor en aquellas navidades