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Mirando al futuro

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El mes de enero aparece representado en muchos grabados y pinturas medievales con la imagen de Jano, aquel dios mitológico que tenía dos rostros: uno que mira al pasado y otro al futuro. En nuestra colaboración para el Anuario de este mismo periódico hicimos un balance, en materia ambiental, del pasado año 2015. Ahora toca mirar al futuro y dibujar el escenario en el que desarrollaremos  nuestras vidas en el

recién estrenado año 2016.  De alguna manera, el futuro arrastra una importante carga de pasado, de ahí la importancia de conocer la historia, incluso la más reciente e inmediata, para atisbar lo que podemos esperar de este nuevo año. Nuestras vidas seguirán discurriendo por un entorno natural muy transformado por nosotros y nuestros antepasados. Las huellas de nuestro pasado han quedado impresas de manera indeleble en el paisaje ceutí. La transformación del territorio ha ido paralela a los cambios de relación que los habitantes de Ceuta han establecido con la naturaleza.
Durante buena parte de la historia de la humanidad los seres humanos hemos cubierto nuestras necesidades básicas de subsistencia gracias a los dones que generosamente nos entregaba la naturaleza. Los alimentos procedían de los campos que cultivábamos, de los animales que criábamos y de los peces que capturábamos mediante técnicas de pescas artesanales, así como obteníamos el agua de los ríos y arroyos cercanos a nuestras viviendas. Aunque no fuésemos del todo conscientes, la ecuación lugar, trabajo y gente era notablemente patente en un pasado no tan lejano como algunos piensan. Llegamos así a establecer un cierto equilibrio entre el medioambiente y los pobladores de un determinado territorio. Pero este equilibrio se empezó a romper a gran velocidad a partir de la llamada Revolución Industrial. Siendo importante el impacto de los avances técnicos obtenidos en la industria textil, química y metalúrgica el cambio más trascendente vino de la mano de la sustitución del carbón por el petróleo como fuente principal de energía. A partir de la extracción masiva y el uso generalizado de los combustibles fósiles todo empezó a cambiar de una manera veloz y drástica. Surgieron las primeras centrales eléctricas que hicieron aún más eficiente y productiva a la industria, la cual atrajo a millones de personas hacia unas ciudades que crecían a un ritmo desorbitado llevándose por delante las tierras más fértiles y contaminando los arroyos y ríos.  La electricidad llegó a las casas y a las calles para iluminarlas y permitir dotarlas de electrodomésticos que hacían la vida más cómoda. Esas mismas calles, hasta entonces de tierra apisonada o piedra, fueron asfaltadas para facilitar el tránsito de los primeros vehículos  de motor desde los que algunos privilegiados podían observar a mayor velocidad cómo las calles se empezaban a llenar de tiendas. Todo se fue haciendo más complejo y para intentar poner algo de orden en el disparatado entramado económico y social en el que se convirtieron las ciudades creció el gran monstruo de la burocracia tentacular que ha llegado a hacerse dueño y señor de nuestras vidas. Este monstruo endiablo, dirigido por políticos desalmados y alentado por negociantes codiciosos, ha dejado un rastro de destrucción inimaginable en la naturaleza y el entorno urbano.  
Uno de los principales objetivos de esta megamáquina tecnoburocrática, tal y como la denominó Lewis Mumford, ha sido reducir las posibles alternativas a su limitada cosmovisión y a sus planes de control absoluto de las mentes y las vidas de las personas. Ha ido borrando con enorme eficacia los caminos de regreso a modos de vida más respetuosos con el medioambiente y frena con su enorme poder cualquier iniciativa que plantee  un orden más acorde con la conservación de los recursos y con una existencia digna, plena y rica para todos los hombres y mujeres. Ambos son continuamente sobornados por un amplio despliegue de distracciones y objetos triviales con los que llenar unas vidas vacuas y estériles. Sin embargo, nuestro inconsciente y nuestro cuerpo nos mandan multitud de señales para avisarnos, en forma de enfermedades físicas y mentales, que nuestro modo de vida es incompatible con la esencia del ser humano. A estas señales internas se suman las numerosas evidencias tangibles sobre los irremediables daños que estamos provocando a nuestra Madre Tierra, la única que puede satisfacer nuestras necesidades inferiores y superiores. Llevamos varios siglos contaminando los suelos, el agua y el aire con los desperdicios producidos por unas sociedades que han perdido el sentido y el significado trascendente de la vida. Todo el daño que provocamos de manera inmisericorde a la naturaleza vuelve a nosotros en forma de enfermedades y desesperación existencial. El aire se ha vuelto irrespirable en las grandes ciudades, el agua escasea y las temperaturas se disparan debido al cambio climático que hemos acelerado por culpa del brutal incremento de las emisiones de gases efecto invernadero.
Mirando al futuro observamos dos posibles caminos: el actual, que conduce a la destrucción del planeta y a la agudización de las desiguales socioeconómicas; o uno alternativo que está por trazar, -aunque lleva mucho tiempo dibujándose por unas minorías conscientes y comprometidas con la conservación del medioambiente-, que nos lleva hacia un nuevo orden mundial basado en la preservación de la naturaleza, el aprovechamiento de las energías renovables y una renovada concepción del espacio y del tiempo que anime a una reinterpretación de la condición humana y su papel en la tierra y el cosmos. Necesitamos una profunda revisión de nuestros ideales políticos, económicos y sociales que tengan como eje vertebrador el culto a la naturaleza y la defensa del Bien Común. El amor debe sustituir en nuestros corazones al poder y el odio; como también tiene que hacerlo la sabiduría a la ignorancia en nuestras mentes;  y la belleza a la fealdad en nuestros pueblos y ciudades. Todo esto puede resultar muy abstracto,  y sin duda lo es, de ahí que nuestro principal reto colectivo sea clarificar estos ideales y traducirlos en ideas y proyectos concretos. Todos y cada uno de nosotros podemos y debemos pensar qué podemos hacer para contribuir a este objetivo común de la renovación de nuestros corazones, la reeducación de nuestras mentes y la restauración de nuestro patrimonio natural y cultural. Una vez que hayamos identificado nuestro papel en esta trascendental empresa que consiste en salvar a  la tierra y toda la vida que alberga, entre ellas al ser humano, no debemos perder ni un minuto en ponernos en marcha. Nada podemos ni debemos esperar nada de la megamáquina y de aquéllos que la dirigen. Ha llegado la hora de renunciar a sus sobornos y coacciones para emprender un modo de vida más austero en comodidades y austero en el consumo de bienes, pero mucho más rico en satisfacciones personales y ganancias espirituales.
Este camino alternativo que se dibuja en el horizonte requiere para su apertura definitiva de hombres y mujeres entusiastas, valientes, confiados en la virtud de los ideales que defienden y perseverantes en el duro trabajo de su trazado y señalización. Una vez abierto y firmemente construido la mayoría no dudará en tomarlo, pues es el único camino que conduce a la ansiada meta de gozar de una vida plena, rica y significativa.


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