El asunto de los titiriteros ha abierto varias líneas que me parecen curiosas, aunque no sé si realmente son interesantes. La primera de ellas es la que concierne a los medios de comunicación, los cuales han pecado de un sensacionalismo que, entiendo, es necesario para competir dentro de un sector tan abarrotado.
En un primer momento la función de teatro se vendió como un acto apologético a favor de la violencia y de ETA, pues, además de representarse constantes acciones violentas contra distintos personajes (una monja, un juez, un policía, una embarazada...), se había desplegado una pancarta filoetarra.
Posteriormente se supo, gracias al trabajo de otros medios, que dicha pancarta fue utilizada dentro de la actuación por un policía (títere) que pretendía incriminar a un inocente, escena con la que se pretendía denunciar los supuestos montajes de la policía, inspirándose para ello en manipulaciones como las vinculadas a la “Operación Pandora”. Como ven, la diferencia es enorme.
No obstante, comprendo que se considere y ejecute un castigo adecuado a quien exponga cualquier exaltación proterrorista pese a que forme parte de una sátira, de una broma o de cualquier contexto que esté lejos de su afirmación auténtica, porque su contenido puede difundirse sin los condicionantes con los que fueron expresados y producir consecuencias sociales aterradoras. Esto no debe confundirse con las referencias inherentes a las obras biográficas y a las de matiz histórico por su evidente pretensión de recrear un periodo pasado y algunos de sus pormenores.
Sé que muchas personas piensan firmemente que en un país democrático no deben existir restricciones que coarten la libertad de expresión bajo ningún concepto, porque, en su opinión, la democracia se identifica con la plenitud de los derechos. Sin embargo, debemos comenzar a entender que un sistema democrático no es una utopía anárquica. Sí, es cierto que la naturaleza democrática conlleva el respeto por los derechos humanos esenciales, entre los que se hallan la libertad de pensamiento y expresión, pero al mismo tiempo supone la regulación de unos límites que tienen como objetivo dotar de orden a la sociedad.
Otra de las cuestiones particulares de este hecho ha sido el público hacia el que se dirigió esta representación. En realidad, la violencia de esta obra, por lo descrito, es equiparable a muchísimas series, películas, libros y videojuegos que hoy en día se publican sin demasiados problemas, así pues si se hubiera interpretado ante espectadores maduros no habría levantado tantas ampollas. Sin embargo, algunos usuarios de distintas redes sociales se hicieron eco, mediante capturas de pantalla, de que en el espacio web en el que se estaba promocionado la obra de teatro se indicaba que estaba destinada a todos los públicos y, asimismo, se recomendaba para niños. Es posible que se tratara de una equivocación al clasificar esta obra, error que deberá estudiar el Ayuntamiento de Madrid, pero es obvio que se podía haber evitado porque los responsables de la función vieron qué tipo de asistentes tenían delante. Cualquier excusa en este sentido es, a mi parecer, una idiotez.
Si bien podría hablarse de unos cuantos temas más como el estúpido recurso de la prisión preventiva en un caso como este, me gustaría referirme, por último, a la politiquería de unos y de otros. El sábado pasado, en el programa de LaSexta Noche, Carolina Bescansa invitaba a los detractores de lo sucedido con los titiriteros a dirigirse a Ana Botella porque, recordaba, fue su equipo quien contrató a este grupo, mientras que el consistorio dirigido por Manuela Carmena “únicamente” se encargó de su renovación. De esta forma, Bescansa desbarataba de un plumazo la responsabilidad de cada Gobierno a revisar los compromisos adquiridos en las anteriores legislaturas y que aún permanecen vigentes, sin olvidar que las renovaciones también han de implicar un estudio detenido y profundo, ya que una decisión acertada para el anterior gobernador puede no serlo para el nuevo, como ocurre en tantos detalles de la gestión política. Entretanto, Esperanza Aguirre sigue intentando cazar osos pardos con su pistolita de agua, de lo poco que su inexistente altura política le permite en esta época.