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La pregunta apropiada

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"Si yo tuviera una hora para resolver un problema y mi vida dependiera de la solución,  gastaría los primeros cincuenta y cinco minutos en determinar la pregunta apropiada. Una vez que supiera la pregunta correcta podría resolver el problema en menos de cinco minutos” Este es uno de los innumerables razonamientos prodigiosos de Albert Einstein.

Esta  advertencia metodológica  describe con inmejorable precisión la empedernida  confusión que domina el debate público sobre el fenómeno actual llamado “terrorismo yihadista” La proliferación de atentados (en el tiempo y el espacio),  su contumaz virulencia y crueldad;  y la manifiesta dificultad para su prevención y represión (prácticamente imposible), están generando en el “mundo occidental” (del que formamos parte) un miedo tan sobrecogedor que amenaza con ocuparlo todo. Se intuye una especie de “estado de guerra”, en el que el pánico sustituye a todos los valores y principios. La supervivencia se asume como prioridad única y axiomática a la que se supedita toda acción pública y privada.
Ante una coyuntura tan complicada e inquietante, la lógica más elemental del comportamiento humano induciría a pensar que se debería exprimir  la capacidad de reflexión colectiva para tratar de encontrar las explicaciones y, en consecuencia, las soluciones más adecuadas. Lo normal es que existiera un debate público (universal) abierto sobre esta cuestión en plena efervescencia. Y sin embargo, sucede todo lo contrario. Sucumbimos a la tiranía de la simplificación. No se oye ni una sólo voz que aporte ideas y argumentos. La descomunal fuerza de la opinión pública (que no es ni ingenua ni imparcial, sino una herramienta convenientemente manipulada), instalada en un “discurso oficial” de un nivel intelectual impropio del siglo veintiuno, obstruye el menor  atisbo de contraste.  Cualquier persona que intente construir un razonamiento alternativo a la “lógica de la guerra” es condenada irremisiblemente al más feroz de los ostracismos. La consigna sustituye al pensamiento. La disciplina, devenida en histerismo, se yergue como única actitud socialmente respetable. Todo el que se aparte de la irreflexiva trinchera que se le asigna es un traidor, y por tanto, un aliado de la causa enemiga a la que hay que aniquilar.  Sólo se admiten proclamas belicistas de exaltación de los ejércitos propios. Como ejemplo (sólo como ejemplo), se podría citar la reacción ante la acertada negativa de Podemos a suscribir un “pacto antiterrorista” que en realidad es un “pacto anti principios democráticos”, como si fuera imposible hacer compatibles la extinción del terrorismo con los valores en los que se inspira la democracia. Pero, insisto, se trata sólo de un ejemplo. Un somero análisis del  espacio público de opinión nos permitiría corroborar esta conclusión con suma facilidad. Resulta aterrador que un fenómeno social de ámbito universal y de tanta envergadura que pueda cambiar la evolución de la comunidad global, se pueda despachar con el mismo nivel de inteligencia que el exhibido por el hombre de Cromañón: “Tengo un enemigo, hay que matarlo”. Lo racional (siguiendo la enseñanza de Einstein) sería afanarnos por encontrar la pregunta apropiada: ¿Por qué se ha desencadenado y se intensifica en estos momentos el terrorismo yihadista?  La única respuesta aceptada hasta el momento como ortodoxa es la siguiente: “el fanatismo religioso”, derivado de una concepción tan radical como equivocada de una de las creencias más importantes del mundo, pretende imponer sus idas por la fuerza. ¿Es esta una explicación suficiente? Más bien parece una forma simple de ordenar bandos para reforzar el conflicto. No existe un relato convincente que desentrañe el nudo gordiano de esta cuestión. En parte porque si profundizamos en ella con valentía y honestidad, probablemente no salgamos (el imperio llamado eufemísticamente occidente)  tan bien parados como queremos aparentar. Siempre se vive confortablemente escondido tras el tupido velo de la ignorancia.
El mejor servicio que se pude hacer a la causa antiterrorista en esto momentos es pensar. En libertad y sin prejuicios. Esto no quiere decir renunciar a la aplicación de todas las medidas de seguridad posibles que procuren evitar nuevos atentados.  Más bien al contrario. No se trata de un reemplazo de prioridades, sino de una complementariedad fructífera de ambas.
Con la intención de desbordar el penoso corsé intelectual dictado por el “puente de mando”, me atrevo a hacer una recomendación. Por casualidad, leí hace poco el libro de Frantz Fanon, “Los condenados de la tierra”. Fanon es un filósofo francés que inscribe esta obra en los movimientos de liberación anticolonialistas de los años sesenta. Su lectura resulta apasionante. Es un análisis descarnado, profundo y muy atinado de la violencia como factor determinante e indisociable de la relaciones de poder entre los seres humanos. Una ineludible reformulación de las coordenadas históricas, permite identificar una asombrosa similitud entre el diagnóstico que hace Fanon de las dinámicas sociales (y políticas) que se desarrollaban en las áreas entonces colonizadas  y la realidad que se vive actualmente en un mundo, concebido en sí mismo como una unidad. Fenómenos como la globalización, la revolución tecnológica y el desarrollo del capitalismo en su fase más avanzada, reestructuran, pero no modifican en lo sustancial, las claves de la imperecedera relación entre oprimidos y opresores. Quizá la dimensión religiosa del terrorismo yihadista no sea lo fundamental (el fin) sino lo accesorio (un medio). Es probable que estemos ante un incipiente movimiento revolucionario de  proporciones desconocidas hasta ahora; pero no lo sabemos porque no encontramos (ni buscamos) la pregunta correcta.


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