Sorprende en los pueblos de la Alpujarra el blancor de sus casas y la originalidad de su arquitectura. Una arquitectura eminentemente popular, que jamás desentona con el entorno del paisaje.
Tiene además el aliciente de que en ningún momento han intervenido arquitectos, aparejadores, promotores y demás calaña de especialistas ciudadanos que, sin la menor duda, la habrían adulterado y amanerado, como ya ha ocurrido en tantos pueblos y lugares de España. El aislamiento que, debido a sus malas comunicaciones, durante siglos ha padecido la Alpujarra ha obrado el milagro de que permanezca intacta esta arquitectura popular. Sólo el albañil, con su palustre, su regla y su plomo; el oficial y el peón, con sus palas y espuertas, y sin otros materiales de construcción que los que ofrece la zona –piedra, cal, lajas de pizarra, launa y las maderas de álamos y castaños-, han conseguido crear estos pueblos encalados y floridos que, salpicando de blanco el paisaje, se extienden desde las playas del Mediterráneo hasta las inmediaciones de las cumbres de Sierra Nevada o Sierra de Gádor. En los pueblos costeros, en donde ha entrado el turismo bullanguero y alborotador, esta arquitectura tradicional ha dejado paso a la del arquitecto y el promotor. En estos pueblos playeros, al lado de lo poco que aún queda de la arquitectura tradicional, es posible darse de bruces con las consabidas casas anodinas del ladrillo visto y el cemento, siempre de numerosos pisos y ventanas simétricas, que, diseñadas por arquitectos y delineantes, lo mismo podrían estar aquí que en Sao Paulo, Chicago, Sebastopol, o en cualquier otro rincón del planeta Tierra. Sin arte, sin alma y sin gracia son la nota discordante dentro de esta arquitectura del blancor y los balcones floridos.
El viajero necesita adentrarse en los pueblos del interior, en lo que llamamos la Alpujarra profunda, para disfrutar del encanto de los pueblos auténticos. Caracteriza esta arquitectura, además del empleo de los materiales autóctonos ya señalados, un diseño especial de la casa, siempre de dimensiones aceptables –por lo general de dos plantas, con huerto y corral-, pero lo que más llama la atención del que llega por primera vez a estos pueblos, es la gran profusión de terrazas. En la Alpujarra los llaman terraos y van cubiertos de launa, (una arcilla gris impermeable al agua) que en la época de verano también hacen de secadero de tomates y pimientos. Esta sucesión de terrazas, que achata las casas, da a los pueblos alpujarreños cierto aire de pintura cubista –casas cubistas, antes de que existiera el cubismo- que la verticalidad de las chimeneas –blancas y armoniosas chimeneas-, desmiente. Las ristras de pimientos rojos y verdes que en verano, aquí y allá, cuelgan en las chimeneas ponen su nota de color en medio de la interminable sinfonía de blancos y grises. Otra novedad de la arquitectura alpujarreña son los cobertizos que en estos pueblos llaman tinaos. Debieron nacer del hecho de que una persona tuviera a izquierda y derecha de la misma calle una propiedad. ¿Cómo no caer en la tentación de unir por arriba ambas propiedades? Ahora parece inconcebible tal apropiación del espacio público, pero, en los siglos pasados, era la voluntad del cacique lo que prevalecía. Cobertizos que unen un lado y otro de la calle los hay en todos estos pueblos y ahora forman parte del tipismo alpujarreño que tanto entusiasma al turista extranjero. El viajero, cansado tras de una larga caminata, puede descansar a la sombra de estos cobertizos mientras contempla el paisaje.
Hay en todos estos pueblos alpujarreños un color que se impone sobre todos los demás: el blanco. Blanco de las fachadas, blanco de las chimeneas, blanco de los cobertizos y tapias de los huertos. Desde la lejanía los pueblos son blancas manchas que salpican la inmensidad de la Sierra. La profusión de flores y macetas que adornan ventanas y balcones pone su nota de color en medio de esta interminable sinfonía de blancos.