A pesar de que las manos, que empezaban a resentirse del frío, intentaban sujetarlos, no pudieron evitar que los ponchos protectores terminaran rasgándose.
Aunque hace ya trece años que realizábamos el Camino Primitivo, aún mantengo viva en la memoria la subida al “Puerto del Palo”. Muy duros aquellos kilómetros de empinada pendiente a las que , para más inri , hay que añadir la inagotable lluvia que, asociada con un fuerte viento, entorpecía nuestra marcha al tiempo que parecía querer arrebatar nuestros impermeables. A pesar que las manos, que empezaban a resentirse del frío, intentaban sujetarlos, no pudieron evitar que los ponchos protectores terminaran rasgándose. Al agua que arreciaba ahora de frente y cada vez con más ahínco , se la asoció repentinamente una niebla que competía con el viento, y que según nos aproximábamos a la cima se iba espesando cada vez más, y de tal manera, que a no ser por los zumbidos que producen las aspas de los molinos eólicos al girar, hubiéramos ignorados su presencia. Así que empezamos el descenso, se despejaba el tiempo, y aparecía ante nuestros ojos unas redondeadas montañas cubiertas simplemente de helechos y raquíticos arbustos entre los que discurría el sendero que nos habría de conducir a Montefurado.
Al llegar, a pesar de que parecía cuidado, el lugar era inhóspito, frío y sólo el ulular del viento parecía habitar entre sus ventanas y puertas cerradas a cal y canto. Sin embargo, cuando finalizábamos la búsqueda de algún posible vecino, y ya con la certeza de que aquel caserío estaba totalmente abandonado, hallábamos un hombre que apoyado en el muro de una casa miraba inmutable hacia el infinito. Gratamente sorprendidos le saludamos y pudimos entablar cierta conversación a pesar de su parquedad. Se llamaba José y efectivamente era el único vecino de la aldea. Cuando le dijimos que éramos de Ceuta, aquel hombre volvió la cabeza con rapidez y con voz baja repitió muy lentamente el nombre de nuestra ciudad. Después de algunos segundos de silencio su mirada se llenó de ilusión y con manifiesta alegría nos contó que allí estuvo haciendo la mili durante tres años. En “Cría Caballar” , en Benítez , puntualizó . Sonriente nos hizo un relato de todos los lugares que conoció en los que para él habían sido los mejores años de su vida: “Casa Fernando”, “El Sardinero”, los cines : “Cervantes”, “Apolo”, “África”, “Avenida”, “La Paloma”, “El Hacho”… infatigable en su añorados recuerdos no paraba de remontarnos al pasado desaparecido. Nos recitó hasta los nombres de sus compañeros y mandos. Finalmente, emocionado, afirmó : “Fue la única vez que salí de este lugar”. Volvió a ensombrecerse mientras su rostro volvía la mirada hacia su cansino infinito. Confieso que yo también quedé algo meditabundo, y es que aquellos nombres me hicieron evocar una época especialmente feliz.
Juan Antonio