La inmigración cambia. Solo en su apariencia. Se adapta, como pasa con todo.
A finales de los 90 nos lanzaban a los bebés por el perímetro o se concentraban grandes grupos para ir contra la valla de un perímetro abandonado, que nunca ha sido atendido como se debiera y en el que ha habido demasiada tragedia y sufrimiento. Ahora los inmigrantes se esconden en ‘vehículos patera’, se suben en embarcaciones buscando la luz del faro o bordean el espigón de Benzú, dejando atrás la pesadilla del Tarajal de la vergüenza. Y cuando llegan sacan sus teléfonos móviles y se hacen el selfi para compartirlo, para subirlo a Facebook, para inmortalizar que ya están en Ceuta, su meta. De momento.
Las de ahora no son, en apariencia, las entradas del ayer. Solo en apariencia, porque en el fondo sigue existiendo el mismo sufrimiento, se sigue arrastrando la misma justicia, se siguen buscando similares oportunidades. Pero toda esa vida, toda esa escapada, todos esos intentos se tuitean, se suben a las redes, se comparten, se incluyen en ese mundo globalizado, en esa dictadura de la que nadie escapa, ni el propio inmigrante.
Y es entonces, cuando el inmigrante saca su teléfono y se hace ‘el selfi’, cuando se te pone al lado el tonto de turno para soltarte eso de: “Míralos y pobrecitos dicen que son... Mira ya con sus teléfonos”. Y entonces una le mira con cara de desconcierto y se da cuenta de que no vale la pena, de que todo el trabajo que unos pocos hacemos por intentar enseñar al mundo lo que está pasando no merece la pena mientras sea imposible romper los muros de aquellos que solo saben vivir atrapados en sus mentes simplistas.
Sí, el chico del selfi debe vivir muy bien, debe ser un interesado de la vida que ha optado por dejar su tierra, abandonar a su familia, vivir años en los caminos, verse sometido a explotaciones de todo tipo, violado/a, robado/a, obligado a ocultarse en campamentos para que la Policía marroquí no le patee como a un perro o no se lo lleve al desierto. Debe ser que el chico del selfi ha querido dejar África porque le gustaba la aventura, porque quería hacer turismo, saltar una valla, dejarse la piel en las concertinas, dejar amigos muertos en el camino, comer en sueños y beber su sangre... todo porque quería llegar a un roca, hacerse un selfi e invadirnos. Va a ser eso. Va a ser que una se cansa de luchar, porque siempre habrá un tonto. El tonto. Su tonto.