El penúltimo episodio de esta tragedia humana llamada violencia islamista ha acabado con un sacerdote octogenario derramando su sangre como mártir. Una nueva víctima de estos malnacidos que no merecen más que encontrarse cuanto antes con Alá y que sea Él quien se entienda con ellos.
El cristianismo, base y pilar sobre el que se construyeron todas las democracias occidentales, es atacado furibundamente por dos lados. Desde la propia Europa, donde un laicismo iliterato, irrespetuoso, liberticida y radical pretende recluir a los creyentes al reducto de una habitación sin ventanas. Y del otro los psicópatas, que encontraron el pretexto para justificar sus acciones en nombre de una organización criminal, que bajo el eufemismo de DAESH o ISI realiza todo un abanico de protervias.
Hay sacerdotes santos, no tan santos y realmente malos. Afortunadamente abundan más los primeros que los últimos. De cualquier forma, para un cristiano católico, un sacerdote es alguien extraordinario, no por su escaso y menguante número, sino por lo extraordinario de su poder espiritual.
Los que conocen algo sobre el sacerdocio, saben que esta es una vida de entrega total, de renuncia a una vida cargada de sensaciones para llenarla de otras formas de amor. Y sobre todo, de ascendencia y transcendencia sobre el universo que orbita alrededor de ellos.
A Jacques Hamel, que así se llamaba el sacerdote asesinado, le ha costado la vida ser sacerdote. No sólo ha entregado un montón de años para servir a los demás, también ha derramado su sangre por su fe. Pero yo me pregunto ¿Podría haber hecho algo más? Y la respuesta es sí. Él y todos nosotros podríamos haber hecho mucho más.
Los sacerdotes y demás católicos podríamos alzar la voz contra las injusticias que se cometen con el cristianismo, y denunciar la pretendida confusión de achacar estos crímenes a la religión, a cualquier religión.
También podríamos ser más valientes y explicar claramente que la defensa de la vida es un derecho inalienable del ser humano, que existen guerras moralmente justificables, y sobre todo que la sociedad debe protegerse de forma contundente y con todos los medios disponibles del mal.
El diálogo interreligioso es un diálogo estéril para combatir a estos hijos de satanás. La causa y origen de este mal no es, como otros pretenden, un encontronazo entre culturas y religiones; sino una enseñanza de odio, delincuencia, e irresponsabilidad originada en la brutalidad medieval de la inadaptación a los tiempos.
El que Jacques Hamel fuese miembro de una mesa de diálogo interreligioso es un dramático ejemplo de la pérdida de tiempo, esfuerzo y banalidad de acciones que hoy día se realizan. La difícil solución a este mal está más en los esfuerzos bélicos y policiales, y sobre todo en el esfuerzo social del propio Islam.