El consumo es democracia. A través de lo que compras decides qué tipo de sociedad quieres” – es una frase extraída del blog Alterconsumismo, en el que he colaborado con algún que otro artículo. Las frases son totalmente ciertas, y es que a menudo no somos conscientes de la fuerza y capacidad que tiene nuestra elección de qué y cómo consumir a cada momento.
Dentro de la multitud de opciones que tenemos hoy en día, existen alternativas como la moda ética, el comercio justo y la comida ecológica que tienen un impacto mucho más positivo en la sociedad y en el medio ambiente. Sin embargo, sus precios suelen ser ligeramente superiores en comparación a las opciones convencionales, y éste factor les dificulta ganar cuota de mercado (aunque lo cierto es que cada vez tienen más relevancia y notoriedad).
Aunque las ideas vinieran de tiempos muy lejanos, en 2008 (año de pleno estallido de la crisis financiera) fue cogiendo fuerza lo que hoy en día se conoce como “la economía del bien común” – y uno de sus objetivos es precisamente favorecer la competitividad de empresas éticas y responsables con su entorno. Sus partidarios argumentan que aunque el objetivo primordial de las empresas sea maximizar beneficios, casi todas las constituciones de países democráticos dicen que el objetivo final de la economía es el “bien común” – siendo el dinero únicamente el medio (no el fin).
Por ello argumentan que las medidas que usamos para la economía (el PIB para la macro y el beneficio para la micro) se han quedado obsoletas ya que únicamente mide el dinero sin importar otros muchos factores como si el país está en guerra, el nivel de contaminación, si se respetan los derechos humanos o cuánto valor aporta al bien común. Sugieren introducir una especie de escala de puntos que indicaría cuánto aporta cada empresa al bien común (ya sea en forma de justicia social, económica o medioambiental). Las empresas que más puntos obtuvieran tendrían ventajas fiscales y más facilidad de acceder a créditos. De esta manera, se conseguirían que los productos éticos y ecológicos sean más baratos que los productos convencionales.
Con el objetivo de crear un orden económico ético y sostenible, la economía del bien común va más allá y se rige por principios básicos como la confianza, la honestidad, la responsabilidad, la cooperación, la generosidad y la solidaridad, entre otros. Esto seguramente lo convierta en una visión demasiado idealista y difícil de aplicar a según qué organizaciones y personas.
Además, detractores de este modelo han llegado a decir que “es un experimento de ingeniería social que lleva en su diseño su condena al fracaso”. Explican que no se puede objetivar la idea del bien común, que hay dificultad en coordinar la actividad de miles de millones de personas desatendiendo el sistema de precios y los peligros de una brutal descapitalización. En conclusión, está claro que la ética en los negocios es más importante que nunca después de la tremenda crisis de valores del 2008 y se debería fomentar considerablemente que las empresas favorezcan a la sociedad y al medioambiente. La economía del bien común es un modelo a tener en cuenta, un movimiento de abajo hacia arriba en pleno auge que ayudaría a paliar problemas éticos y ecológicos a nivel global. Sin embargo, su visión quizás sea demasiado utópica de conseguir, existirían dificultades en aplicar las medidas a gran escala y en la práctica seguramente conllevaría un empobrecimiento generalizado debido a la descapitalización.