Doce años han transcurrido desde que se perpetró el mayor atentado terrorista de toda la historia de España. Ciento cuarenta y cuatro meses en el que no sólo no hemos construido una España mejor, sino que hemos crecido en discordia y descomposición de toda identidad de Estado. Ni siquiera la monarquía ha aguantado el transcurso del tiempo bajo el peso de sus propias acciones.
Ante lo que fue el mayor ataque a la democracia, después del 23F, los españoles, algunos, quizá demasiados, reaccionaron al son que le marcaban los enemigos de la libertad, la democracia y, en definitiva, de España. Demasiados siguieron la batuta de aquellos que montaron el antidemocrático y hostigador circo del 15M, los mismos que ahora se atreven a menospreciar públicamente a una de las pocas instituciones del Estado que todavía son valoradas, las Fuerzas Armadas; los mismos que piensan que el himno español es un chirrido, los mismos que consideran al terrorista Otegi un preso político, los mismos que muestran públicamente su antisemitismo, los mismos que se mofan en las redes sociales de las víctimas de crímenes atroces, los mismos que atentan contra la libertad de pensamiento o la libertad religiosa, los mismos que unifican bajo la perspectiva del odio el rechazo al PP.
Centralizar la repulsa a la mayoría de los votantes españoles no debería considerarse dignidad, más bien al contrario, porque una cosa es rivalizar ideológicamente y otra repudiar al adversario político. El programa político de este movimiento social sin parangón tiene dos pilares fundamentales: el odio al PP y el odio a España, y sobre estos dos pilares basan todo su programa mezclado con una alta dosis hipnótica de populismo para cándidos.
El 11M perdimos la oportunidad de crecer en solidaridad, de aumentar nuestro reconocimiento como nación cohesionada, de identificar a enemigos dentro y fuera de ella. Desaprovechamos la ocasión de enterrar con honores a nuestros muertos tras un periplo judicial indigno de llamarse justicia. Desperdiciamos el momento para fortalecer nuestro sistema político. Mientras algunos mostraban su evidente nerviosismo ante la barbarie, intentando gestionar la actuación del Estado, otros se dedicaban al “pásalo” con un claro interés electoralista, y lo que es peor, con una aberrante intención de acoso ante las sedes de un partido democrático, el PP. Unos intentaban gestionar la democracia, otros se dedicaban a derrumbarla.
A España no le ha ido muy bien desde aquel entonces. Desde las dos legislaturas de un partido socialista desnaturalizado y capitalizado por una ideología cuyo hijo natural es la aceptación de posturas radicales como algo normal, hasta la justificación del “todo vale” si los números salen en verde.
Quizá, el primer cambio que deba ocurrir para no dejar pasar más oportunidades, es la aceptación de un gran pacto de Estado, el más amplio posible, en el que quepan todos los partidos constitucionalistas, y en el que se respete a quienes ganaron las elecciones.